Original en inglés publicado en New Statesman, el 04 de Marzo de 2010
Avatar, de James Cameron, cuenta la historia de un ex-marine discapacitado, enviado desde la tierra para infiltrarse en la raza de unos nativos de piel azul de un planeta distante y persuadirlos de que la minera que lo emplea explote los recursos naturales de su patria. Mediante una compleja manipulación biológica, la mente del héroe controla a su "avatar" en el cuerpo de un joven aborigen, convirtiéndose así en uno de ellos.
Dado el hiperrealismo 3D del film, con su combinación de actores reales y alteraciones digitales animadas, Avatar puede compararse con películas tales como Quién engañó a Roger Rabbit (1988) o The Matrix (1999). En cada una de ellas, el héroe queda atrapado entre la realidad ordinaria y un universo imaginario -de dibujos animados en Roger Rabbit, de realidad digital en The Matrix, o de la realidad cotidiana digitalmente mejorada del planeta en Avatar. Lo que hay que tener en cuenta es que, aunque la narrativa de Avatar supuestamente tiene lugar en la misma realidad "real", estamos lidiando -al nivel de nuestra economía simbólica subyacente- con dos realidades: el mundo ordinario del colonialismo imperialista por un lado, y el mundo de fantasía poblado por aborígenes que viven en una relación incestuosa con la naturaleza, por el otro. (Este último no debe ser confundido con la miseria actual de los pueblos explotados). El final de la película debe verse como la plena migración del héroe desde la realidad al mundo de fantasía - como si, en The Matrix, Neo decidiera volver a sumergirse completamente en la matrix.
Sin embargo esto no significa que debamos rechazar a Avatar en nombre de una aceptación más "auténtica" del mundo real. Si sustraemos la fantasía de la realidad, la realidad misma pierde consistencia y se desintegra. No se trata de elegir entre "aceptar la realidad o vivir en la fantasía": si realmente queremos cambiar o escapar de nuestra realidad social, lo primero que hay que hacer es cambiar las fantasías que se ajustan a esta realidad. Como el héroe de Avatar no hace esto, su posición subjetiva es la que Jacques Lacan, con respecto a Sade, llamó le dupe de son fantasme (la víctima de su fantasía).
Por eso es tan interesante imaginar una secuela de Avatar en la que, luego de un par de años (o tal vez meses) de bendición, el héroe comienza a sentir una extraña incomodidad, añorando la corrupción del universo humano. El origen de este malestar no radica en el hecho de que, por más perfecta que sea la realidad cotidiana, tarde o temprano nos decepciona. Semejante fantasía nos decepciona precisamente por su perfección: lo que señala esta perfección es que en ella no hay lugar para nosotros, los sujetos que la imaginan.
La utopía imaginada en Avatar sigue la fórmula de Hollywood para formar parejas - la larga tradición del héroe blanco resignado a mezclarse entre los salvajes para encontrar una pareja sexual a su medida (recuerden Danza con Lobos). En un típico producto de Hollywood, todo, desde el destino de los Caballeros de la Mesa Redonda hasta los asteroides cayendo sobre la tierra, termina incorporándose a la narrativa edípica. El clímax ridículo de éste procedimiento de montar grandes eventos históricos como el mero escenario de la formación de una pareja es Reds, de Warren Beatty (1981), en el que Hollywood encuentra la forma de rehabilitar la Revolución de Octubre, posiblemente el acontecimiento histórico más traumático de la historia del siglo XX. En Reds, la pareja de John Reed y Louise Bryant atraviesa una crisis emocional; su amor vuelve a encenderse cuando Louise mira a John pronunciar apasionadamente un discurso revolucionario.
A continuación vemos escenas de la pareja haciendo el amor, intersecadas con postales arquetípicas de la revolución, algunas de las cuales remiten al acto sexual de manera muy obvia; por ejemplo cuando John penetra a Louise, la cámara enfoca una calle donde un oscuro grupo de manifestantes rodea y detiene a un penetrante y "fálico" tranvía - y todo esto con "La Internacional" de fondo. Cuando el mismo Lenin aparece, en el momento del clímax, dirigiéndose a una sala repleta de delegados, parece más bien un sabio maestro supervisando el amor de la pareja que un frío líder revolucionario. Hasta la Revolución de Octubre está bien, de acuerdo a Hollywood, si sirve a la reconstitución de una pareja.
Y de la misma manera, Titanic, el éxito anterior de Cameron, ¿realmente se trata de la catástrofe de la nave chocando un iceberg? Habría que prestar atención al instante de la catástrofe: coincide con el momento en el que los jóvenes amantes (Leonardo DiCaprio y Kate Winslet), vuelven a la cubierta del barco inmediatamente después de haber consumado su relación. O acaso es más crucial la escena en la que, en la cubierta, Winslet le dice a su amante que cuando el barco llegue a Nueva York al día siguiente, ella se irá con él, prefiriendo una vida en la pobreza con su verdadero amor que una vida falsa y corrompida entre los ricos.
En este momento el barco choca contra el iceberg, con el fin de evitar lo que sin duda hubiera sido la verdadera catástrofe, es decir, la vida de la pareja en Nueva York. Uno puede suponer que pronto la miseria cotidiana destruiría su amor. La catástrofe ocurre entonces para poder salvarlo, para sostener la ilusión de que, de no haber ocurrido, ellos hubieran vivido "felices por siempre". Otra clave de esto está en los momentos finales de DiCaprio. Él se está congelando en el agua helada, muriéndose, mientras Winslet flota a salvo sobre un gran pedazo de madera. Consciente de que lo está perdiendo, solloza "nunca voy a dejarte ir". Y mientras dice ésto, le da un empujón con las manos.
¿Por qué? Porque él ya ha hecho su trabajo. Detrás de la historia de amor, Titanic cuenta otra historia: la de una chica mimada de alta sociedad con una crisis de identidad: confundida, no sabe qué hacer de sí misma. Y DiCaprio, mucho más que sólo su amante, es una especie de "mediador fugaz" cuya función es restaurar su sentido de identidad y su propósito en la vida. Sus últimas palabras antes de sumergirse en las frías aguas del Atlántico Norte no fueron las de un amante despidiéndose sino las de un predicador, diciéndole a ella que tiene que ser honesta y fiel a sí misma.
El marxismo superficial en versión Hollywood de Cameron (su crudo privilegio por las clases bajas y la caricaturesca representación del egoísmo cruel de los ricos) no debe decepcionarnos. Detrás de esa simpatía por los pobres yace un mito reaccionario, ya en pleno funcionamiento en Captains Courageous, la novela de Rudyard Kipling. Se trata de la crisis de un rico cuya vitalidad se renueva a través del contacto íntimo con la sangre pura de los pobres. Detrás de esa compasión se esconde la explotación vampírica de los pobres.
Pero hoy Hollywood parece haber abandonado esa fórmula. La película sobre Ángeles y Demonios, el libro de Dan Brown, puede considerarse como el primer caso de adaptación de una novela popular en la cual el sexo entre el héroe y la heroína ha sido quitado de la película; lo que contrasta claramente con la vieja tradición de agregar escenas de sexo a una película basada en una novela en la que no hay sexo. No hay nada liberador en esta ausencia de sexo; más bien estamos lidiando con otra prueba del fenómeno descripto por Alain Badiou en su Éloge de l'amour - En nuestra era pragmática y narcisista, la noción misma del amor, del apego pasional al compañero sexual, es considerada obsoleta y peligrosa.
La fidelidad de Avatar a la vieja fórmula para formar una pareja, su plena confianza en la fantasía, y su historia del hombre blanco desposando a la princesa aborigen y así convirtiéndose en rey, hacen de ella una película ideológicamente conservadora, de vieja escuela. El brillo técnico sirve para maquillar este conservadurismo básico. Entre sus temas políticamente correctos (el hombre blanco honesto acompañando a los aborígenes en su lucha contra el "complejo militar-industrial" del invasor imperialista) podemos encontrar fácilmente una serie de motivos brutalmente racistas: un paria parapléjico de la tierra es suficiente para tomar la mano de la hermosa princesa local, y ayudar a los nativos a ganar su batalla decisiva. La película nos enseña que la única opción que tienen los aborígenes es elegir entre ser víctimas de la realidad imperialista, o desempeñar su papel asignado en las fantasías del hombre blanco.
Mientras Avatar recauda millones alrededor del mundo (generó mil millones de dólares en menos de tres semanas) está ocurriendo algo que misteriosamente se parece mucho a su trama. Las colinas del sur del estado indio de Orissa, habitadas por el pueblo Dongria Kondh, fueron vendidas a unas empresas mineras que planean explotar sus inmensas reservas de bauxita (se considera que el valor de sus depósitos asciende a 4 billones de dólares). En respuesta a esto explotó una rebelión maoísta (el movimiento naxalita).
Arundhati Roy, de la revista Outlook India, escribe en su nota que la guerrilla maoísta:
Está conformada casi en su totalidad por tribus desesperadamente pobres viviendo en condiciones de hambre crónica, equiparable a las hambrunas del África Subsahariana. Son personas que incluso 60 años después de la así llamada independencia de la India no han tenido acceso a educación, salud o asistencia legal. Son personas que han sido explotadas sin piedad durante décadas, sistemáticamente engañadas por pequeños comerciantes y prestamistas, las mujeres violadas como por cuestión de derecho por parte de la policía y el personal del departamento forestal. Su retorno a un mínimo de dignidad se debe en gran parte a cuadros maoístas que han vivido, trabajado y luchado a su lado por décadas. Si los tribales se han levantado en armas, lo han hecho por causa de un gobierno que no les ha dado más que violencia y negligencia, y que ahora quiere arrebatarles lo único que les queda: su tierra. Ellos creen que si no luchan por su tierra serán aniquilados. Su ejército, en harapos, malnutrido, formado por soldados que en su mayoría nunca han visto un tren o un autobús, o incluso una pequeña ciudad, están peleando sólo por supervivencia.
El primer ministro indio caracterizó esta rebelión como "la amenaza más grande a la seguridad interna"; los grandes medios, que la presentan como una resistencia extremista al progreso, abundan en historias acerca del "terrorismo rojo", en reemplazo de las ya consabidas historias sobre el "terrorismo islámico". No es de extrañar que el Estado indio responda con una gran operación militar contra los "bastiones maoístas" en la selva de la India central. Y es cierto que ambas partes están siendo brutalmente violentas en esta guerra, es cierto que la "justicia popular" de los maoístas es dura. ¿Pero por qué? Porque su situación es precisamente la de la chusma de la que hablaba Hegel: los rebeldes naxalitas son salvajes hambrientos, a quienes se les niega el mínimo de una vida digna.
Entonces, ¿cómo ubicar a la película de Cameron en este contexto? En ningún lado: En Orissa no hay nobles princesas esperando que su héroe blanco las seduzca y ayude a su gente, sólo maoístas organizando campesinos hambrientos. El film nos permite practicar una típica división ideológica: simpatizar con los aborígenes idealizados mientras se desestima su lucha real. Las mismas personas que disfrutaron de la película y admiraron a los rebeldes aborígenes con toda seguridad le darían la espalda a los naxalitas, calificándolos como terroristas asesinos. El verdadero avatar es entonces Avatar en sí: la película como sustituto de la realidad.
(Gracias Mathieu por facilitarme el artículo)
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