31 marzo, 2010

Sócrates - Allen

Woody Allen

Mi apología

De todos los hombres célebres que han existido, el que más me habría gustado ser es Sócrates. Y no sólo porque fue un gran pensador pues a mí se me reconocen varias intuiciones razonablemente profundas, si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas. No, lo que más me atrae de este sabio entre los sabios es su valor ante la muerte. No quiso renunciar a sus principios, sino que prefirió dar su vida para demostrarlos. Personalmente, la idea de morir me asusta y cualquier ruido inconveniente, tal como el escape de un automóvil, me sobresalta hasta el punto de echarme en los brazos de la persona con la que estoy conversando. Al final, la valerosa muerte de Sócrates confirió a su vida auténtico significado, algo de lo que mi existencia carece totalmente, aunque posea una mínima pertinencia para el Departamente de Impuestos sobre la Renta. Confieso que muchas veces he querido ponerme en el lugar del insigne filósofo, y en todas el
las me he quedado inmediatamente transpuesto y he tenido el siguiente sueño.

La escena transcurre en mi celda. Acostumbro a estar sentado y solo, resolviendo algún intrincado problema de pensamiento racional, por ejemplo: ¿ Podemos considerar un objeto como una obra de arte si sirve también para limpiar la estufa? En este preciso momento me visitan Agatón y Simmias.

AGATÓN: Ah, mi buen amigo y viejo sabio, ¿qué tal discurren tus días de confinamiento?

ALLEN: ¿Qué cabe decir del confinamiento, Agatón? Sólo el cuerpo puede ser sujeto a límites. Mi mente vaga con toda libertad, sin que estas cuatro paredes le pongan trabas. Así que en verdad puedo preguntar, ¿existe el confinamiento?

AGATÓN: Ya, pero ¿y qué ocurre si quieres dar un paseo?

ALLEN: Buena observación. No podría.

Los tres permanecemos inmóviles en actitudes clásicas, casi como en un friso. Finalmente Agatón toma la palabra.

AGATÓN: Me temo que traigo malas noticias. Te han condenado a muerte.

ALLEN: Ah, me entristece ser causa de controversia en el senado.

AGATÓN: De controversia, nada. Unanimidad.

ALLEN: ¿ De veras?

AGATÓN: En la primera votación.

ALLEN: Vaya. Esperaba un poco más de apoyo.

SIMMIAS: El senado está furioso con tus ideas sobre un Estado utópico.

ALLEN: Sospecho que no debí sugerir que eligieran a un filósofo-rey.

SIMMIAS: Sobre todo cuando, carraspeando, te señalabas a ti mismo.

ALLEN: Aun así no consideraré malvados a mis verdugos.

AGATÓN: Ni yo tampoco.

ALLEN: Ejem, sí, bueno… ¿qué es el mal sino sencillamente en bien hecho en exceso?

AGATÓN: ¿Cómo puede ser?

ALLEN: Míralo de esta manera. Si un hombre entona una bonita canción, resulta grato al oído. Si la canta una y otra vez, te producirá jaqueca.

AGATÓN: Cierto.

ALLEN: Y si no cesa nunca de cantar, llegará un momento en que querrás estrangularle con un calcetín.

AGATÓN: Sí. Muy cierto.

ALLEN: ¿Cuándo ha de cumplirse la sentencia?

AGATÓN: ¿Qué hora es ahora?

ALLEN: ¿¡Hoy!?

AGATÓN: Es que necesitan la celda.

ALLEN: ¡Bien, pues que así sea! Dejemos que me quiten la vida. Que quede escrito que muero antes de renunciar a los principios de la verdad y la libertad de pensamiento. No llores, Agatón.

AGATÓN: No lloro. Es alergia.

ALLEN: Para el hombre sabio, la muerte no es un fin sino un principio.

AGATÓN: ¿Por qué?

ALLEN: Bueno, deja que lo piense un minuto.

SIMMIAS: Tómate el tiempo que necesites.

ALLEN: ¿No es cierto, Simmias, que el hombre no existe antes de haber nacido?

SIMIAS: Muy cierto.

ALLEN: Ni existe después de haber muerto.

SIMMIAS: Sí, estoy de acuerdo.

ALLEN: Hmmmm.

SIMMIAS: ¿Y bien?

ALLEN: Espera un momennto, caramba. Me siento perplejo. Ya sabes que me dan únicamente cordero para comer y que nunca está bien asado.

SIMMIAS: La mayoría de los hombres comtempla la muerte como el fin de todo. Y en consecuencia la temen.

ALLEN: La muerte es un estado de no-ser. Lo que no es, no existe. Y sin embargo no existe la muerte. Sólo la verdad existe. La verdad y la belleza. Son intercambiables, y también aspectos de sí mismas. Ejem, ¿dijeron en concreto qué proyectos tenían para mí?

AGATÓN: Cicuta.

ALLEN(desconcertado): ¿Cicuta?

AGATÓN:¿Recuerdas aquel líquido negro que agujereó tu mesa de mármol?

ALLEN: ¡No me digas!

AGATÓN: Una sola cucharada. Aunque te la darán en un cáliz para que no se derrame nada.

ALLEN: Me pregunto si dolerá.


AGATÓN: Dijeron que procurases no hacer una escena. Los demás presos se pondrían nerviosos.

ALLEN: Hmmm.

AGATÓN: Les contesté que morirías valerosamente antes de renunciar a tus principios.

ALLEN: Bien, bien… ejem, ¿el concepto “destierro” no se citó nunca en el debate?

AGATÓN: Desterrar quedó suprimido el año pasado. Requeriría demasiada burocracia.

ALLEN: Bueno… claro… (Preocupado y distraído pero intentando conservar el dominio de sí mismo.) Yo, ejem… así que, ejem… ¿y qué más hay de nuevo?

AGATÓN: Oh, me encontré a Isósceles. Tiene una idea estupenda para un nuevo triángulo.

ALLEN: Bien… bien.. (De pronto abandono todo fingimiento.) Mira, voy a ser sincero contigo… ¡No quiero morir! ¡Soy demasiado joven!

AGATÓN: Pero es tu gran oportunidad de morir por la verdad!

ALLEN: No me interpretes mal. Yo sólo vivo para la verdad. Por otra parte, tengo un almuerzo en Esparta la semana que viene, y me molestaría faltar. Me toca pagar a mí. Ya sabéis cómo son esos espartanos, enseguida desenvainan la espada.

SIMMIAS: ¿Se ha vuelto un cobarde el más sabio de nuestros filósofos?

ALLEN: No soy un cobarde, ni tampoco un héroe. Digamos que estoy más o menos por el medio.

SIMMIAS: Un gusano miedoso.

ALLEN: Ése es aproximadamente el punto exacto.

AGATÓN: Pero fuiste tú el que demostró que la muerte no existe.

ALLEN: Un momento, escúchame… claro que he demostrado muchas cosas. Así es como pago el alquiler. Teorías y pequeñas experiencias. Un comentario travieso de vez en cuando. Máximas ocasionales. Es mejor que recoger aceitunas, pero tampoco hay por qué entusiasmarse.

AGATÓN: Pero tú demostraste muchas veces que el alma es inmortal.

ALLEN: ¡Y lo es! Pero sobre el papel. Mira, ése es el gran problema de la filosofía… resulta tan poco funcional en cuanto sales de clase…

SIMMIAS: ¿Y las “formas” eternas? Dijiste que cada cosa existía siempre y siempre existirá.

ALLEN: Me refería principalmente a los objetos pesados. Una estatua o algo por el estilo. Con las personas es muy diferente.

AGATÓN: ¿Y todas tus disertaciones acerca de que la muerte es lo mismo que el sueño?

ALLEN: Así es, pero la diferencia estriba en que cuendo estás muerto y alguien grita: “¡Todo el mundo en pie, ya es de día!”, cuesta un horror encontrar las zapatillas.

El verdugo llega con la copa de cicuta. Su rostro se parece mucho al cómico irlandés Spike Milligan.

VERDUGO: Ah… ya estamos aquí. ¿Quién se ha de beber el veneno?

AGATÓN(señalando hacia mí): Éste.

ALLEN: Caramba, qué copa tan grande. ¿No suelta demasiado humo?

VERDUGO: Es normal. Hay que bebérsela toda, porque la mayoría de las veces el veneno está en el fondo.

ALLEN(por regla general aquí el comportamiento difiere completamente del de Sócrates y me han advertido ya que suelo gritar en sueños): ¡No… no beberé! ¡No quiero morir! ¡Socorro! ¡No! ¡Por favor!

El verdugo me tiende el burbujeante brebaje entre mis abyectas súplicas y todo parece perdido. Entonces el sueño siempre toma un nuevo sesgo, a causa de un innato instinto de supervivencia, y aparece un mensajero.

MENSAJERO: ¡Quietos todos! ¡El senado ha vuelto a votar! Quedan retiradas las acusaciones contra ti. Tu valía ha sido finalmente reconocida y está decidido que se te debe rendir un homenaje.

ALLEN: ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Han vuelto a la razón! ¡Soy un hombre libre! ¡Libre! ¡Y me van a homenajear! Deprisa, Agatón y Simmias, preparadme las maletas. Tengo que irme. Praxíteles querrá comenzar mi busco cuanto antes. Pero antes de partir, os brindo una pequeña parábola.

SIMMIAS: Vaya, esto sí que ha sido volver la casaca. ¿Tendrán idea de lo que se traen entre manos?

ALLEN: Un grupo de hombres habita en una oscura caverna. No saben que fuera brilla el sol. La única luz que conocen es el titubeante temblor de las velas que llevan para desplazarse.

AGATÓN: ¿Y de dónde han sacado las velas?

ALLEN: Bueno, digamos que las tienen y basta.

AGATÓN: ¿Habitan en una caverna y tienen velas? Suena a falso.

ALLEN: ¿No podéis aceptar mi palabra?

AGATÓN: Está bien, está bien, pero vayamos al grano.

ALLEN: Un buen día, uno de los moradores de la caverna sale y ve el mundo exterior.

SIMMIAS: En toda su claridad.

ALLEN: Justamente. En toda su claridad.

AGATÓN: Y cuando intenta contárselo a los demás, no le creen.

ALLEN: Pues no. No se lo cuenta a los otros.

AGATÓN: ¿Ah, no?

ALLEN: No, pone una carnicería, se casa con una bailarina y se muere de hemorragia cerebral a los cuarenta y dos años.

Me agarran todos y me obligan a ingerir la cicuta.Por regla general aquí me despierto bañado en sudor y sólo una ración de huevos revueltos y salmón ahumado consigue tranquilizarme.




Lavar, enjuagar y centrifugar

De los cientos de videos que participaron en el concurso MyWorld de la BBC, el corto "Lavar, Enjuagar y Centrifugar" de Frederico Teixeira de Samapayo de España, resultó el ganador.
Teixeira realizó una metáfora sobre el desempleo y la catarsis humana.
Vea su documental en este video de BBC Mundo.


27 marzo, 2010

La libertad de hablar

REPORTAJE: CONGRESO DE LA LENGUA - Ensayo

La libertad de hablar

"El lenguaje abre las puertas a la razón y la vida", afirma el autor de Filosofía y lenguaje, que inaugurará el 2 de marzo en Valparaíso (Chile), junto a Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, el V Congreso de la Lengua Española.


EMILIO LLEDÓ 27/02/2010

Vivimos sobre la tierra aunque el cemento y el asfalto la estén recubriendo. Vivimos el aire que respiran nuestros pulmones, aunque el desenfreno o la inconsciencia lo estén corrompiendo. Vivimos del agua, ese líquido imprescindible -lo "mejor es el agua" dijo el poeta griego-. Apenas pensamos que por encima de todos los adelantos tecnológicos, son esos elementos, esos principios fundamentales de la existencia, lo único que no nos puede faltar. No somos capaces de imaginar el día en que se dijera: "Mañana no hay aire; desde mañana nunca más habrá agua, ni campo, ni surcos donde sembrar".

Los residuos de las palabras desactivadas
dormitan siempre en el fondo de nuestro ser

La naturaleza en la que estamos y que nos constituye es la única verdadera realidad. Epicuro había mostrado el carácter esencial de esa naturaleza que es también nuestro cuerpo: una maravillosa organización de la materia que nos conforma, nos realiza y que, como la "caída de las hojas en otoño", nos somete al paso del tiempo y, en él, nos deshace. La naturaleza humana se origina por el impulso de una fuerza vital que consiste, según el filósofo, en "sentir y pensar". La vida es, pues, una energía, un movimiento, que dinamiza todo el "ser" que podemos alcanzar. Porque en la existencia no tiene lugar sólo el proceso que la naturaleza nos señala, sino que, dentro de ese proceso, hay un destino, una forma de evolucionar, una forma de alzar un ser personal, una individualidad consciente, que fluye en cada historia, desde la luz que haya sabido proyectar sobre las palabras y los conceptos del lenguaje en que ha nacido.

El reconocimiento de la estructura de la corporeidad y de que la posible felicidad empieza por ese reconocimiento fue un paso decisivo para la libertad de la mente, que es la más importante de las libertades. Libertad no significa, únicamente, experimentar el mundo como posibilidad, como apertura del mero existir, aunque la idea de libertad surgiese en contraste con la experiencia real de la esclavitud. Ser libre fue un proceso de libertad interior, una liberación individual.

Un elemento imprescindible en el territorio de la libertad es el lenguaje. Pero esa inconsciencia que nos habita en nuestro "estar" en la naturaleza, la padecemos muchas veces ante nuestro ser en el lenguaje. Se ha hecho tan propio de cada individuo el universo conceptual de palabras entre las que vive, que apenas es consciente de que ese espacio hay que habitarlo, construirlo, cuidarlo, pensarlo. La habitación en esa "casa del ser" es una continuada tarea de aprendizaje y claridad.
Pero antes de cualquier proceso educativo, parece que la liberación mental surge de las condiciones de posibilidad para que esa libertad cristalice y se ejerza. Mal puede llevarse a cabo el idealismo o, tal vez, la ensoñación de esos sutiles procesos donde se hace fecundo y creador el uso del lenguaje y su comunicación, si esos sueños tienen inevitablemente que coexistir con la miseria, la violencia, la angustia social, la pobreza. Los sociólogos suelen diagnosticar que la mayor parte de las monstruosidades que llegan a encarnarse en individuos humanos se debe a esa estrechez vital, a ese encierro existencial, a ese magullamiento de la sensibilidad y la inteligencia que, como forma feroz de esclavitud, se empieza a padecer en la niñez y la adolescencia. Las formas de alienación social, la posible ruptura violenta con lo "establecido" son, en principio, degeneraciones de esa necesidad de ser libre, de una patológica y desolada búsqueda de emancipación.
A pesar de esas dificultades reales y para no claudicar necesariamente a su imperio, estamos obligados siempre a plantear los problemas que la esclavitud y el encierro, tan graves casi como los del cuerpo, sobrevienen en el descuido de las palabras con las que nos alimentamos y que constituyen el territorio verbal que ha ido abonándose en nuestra alma.
Tan destructora como la miseria real es la miseria ideal. Las preocupaciones ecológicas que, sin duda, apuntan a una clarividente actitud en la que presentimos nuestro cuerpo como parte integrante del asombroso mundo que nos rodea, del cielo estrellado y los ríos fluyentes, han de encontrar paralelismo en la "existencia interior" que decía Guillermo de Humboldt. Tal "existencia", que abre el horizonte de la humanización, es una existencia "lingüística", un universo de palabras, con soles y estrellas: Esos conceptos esenciales de la amistad o la verdad, por ejemplo, que empezaron a decir los seres humanos porque los necesitaban para vivir. Y hay que aprender a vislumbrar, entre las opacidades de la sociedad, las constelaciones de sensibilidad e inteligencia dormidas en el cerebro, y que alumbran si nos han enseñado a encenderlas.
El aprendizaje es delicado porque en esa sutil atmósfera de palabras, de ideas, de sentimientos y emociones, retumban las tormentas que desencadenan las presiones de grupos armados en la avaricia, el fanatismo y la fomentada ignorancia. Contra ese aprendizaje ilustrado combate también el ejército de las frases hechas, de los hábitos que, nutridos de la indigestión de "conceptos" que se asumen porque interesa y ciega "practicarlos", provocan criminalidad y agresividad. Pero también actúa contra la tensa armonía de la sociedad la falsa practiconería de los grupos de poder despreocupados de lo que verdaderamente dicen, de los conceptos que utilizan con total desconocimiento de la vida que palpita bajo ellos.

La existencia de estos fenómenos que aparecen en el universo de las palabras se debe tal vez a la inercia con que, en los cauces de la mente que pretende pensar, se han establecido unas órbitas más desordenadas y confusas que las celestes, y que delimitan, cierran y aniquilan los círculos de significaciones. Formas sutiles de los reflejos condicionados que el sectarismo educativo ha ido inyectando en el alma, donde provocan respuestas sin conocer qué son y a qué responden.
Esos usos de "energías sucias", de manoseos esterilizadores del lenguaje, necesitan, como los patéticos residuos radioactivos, sus cementerios nucleares. El enterramiento de las costras verbales que ha provocado, sobre la superficie de los conceptos, el escurridizo y desordenado patinaje político o mediático es, en el fondo, más fácil de aliviar que el de los otros residuos. Consiste sólo en eliminar la corteza por donde podemos insensatamente deslizarnos. El aligeramiento semántico, el diluir las ideas en el curso de la existencia que debe buscar objetivos y fines más allá de la atascada y ciega pragmacia tiene que empezar en la escuela que ha de trasmitir no sólo determinados saberes, sino hacer entender esos saberes desde las palabras que los dicen. En la práctica de esa libertad se fomenta la creatividad en el espejo donde el alumno aprende, con la lectura, a verse a sí mismo. Porque los libros no son sólo objetos donde se remansa el lenguaje de la oralidad. Los libros nos leen también porque sus palabras son miradas que se reflejan en el cristal, aún limpio, de nuestros primeros pasos en el conocimiento.
Todo ello ocurre en el suelo de la sociedad donde muchas veces no se dan únicamente las atracciones y reacciones "de quienes mandan" como decía Alicia "en el país de sus maravillas", sino que además la marca de esos reflejos condicionados nos atonta, ofuscándonos ya en la experiencia social y escolar. Ese vocabulario congelado e inerte que se ha metido en el alma, ni siquiera puede responder a la exigencia socrática de "diga lo que piensa", o incluso "piense de verdad lo que dice", porque la degeneración ha llegado al extremo de que no sabemos ya pensar. Los residuos de las palabras desactivadas dormitan siempre en el fondo de nuestro ser, y lo peor de ellos es que aparecen de pronto como formas incurables de irracionalidad.
El lenguaje, que se funda en la verdad, en la honradez personal y política, abre las puertas a la razón y la vida. Suena utópico que los seres humanos lleguen a liberarse del dominio que ejerzan, desde las peores formas de oligarquías, los perturbados de la corrupción mental; pero no hay que renunciar a esa supuesta utopía. La vida democrática jamás podrá realizarse mientras una ciudadanía, desconcertada y engañada con la codicia de los otros, se resigne, por la miserable ideología de la pragmacia, a soportar la dictadura de la indecencia.



Emilio Lledó (Sevilla, 1927) es autor, entre otros libros, de Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática (Universidad de Zaragoza), Filosofía y lenguaje (Crítica) y El marco de la belleza y el desierto de la arquitectura (Biblioteca Nueva). El filósofo participará, junto con Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa, en la jornada inaugural del V Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebrará en Valparaíso (Chile) entre los próximos días 2 y 5 de marzo bajo el lema América en la lengua española.


Rembrandt, 1633



(Gracias Mathieu por el cuadro)

Sobre la vocacion, la incerteza y la ubicacion

Antonio Muñoz Molina 19/09/2009

Nunca he tenido la certeza de vivir en un solo mundo, la tranquilidad de una sola pertenencia indudable. Creo que en parte ése es el destino de muchas personas de mi generación y de mi clase social. Nos hicimos adultos en un mundo que se parecía muy poco al de nuestra infancia. El instituto, la universidad, nos dieron unas posibilidades de progreso social que habían estado cerradas para nuestros padres, pero también confirmaron nuestra extrañeza. Durante el curso éramos universitarios, pero en las vacaciones volvíamos al campo, y el resultado era que ni en el tajo ni en la facultad nos sentíamos del todo en nuestro sitio. Los pasos avanzados no eran irreversibles: el fracaso en un curso, un revés económico en la familia, la pérdida de la beca, nos podían devolver al punto de partida, a la necesidad de trabajar con las manos o de resignarnos a una colocación sin lustre en nuestra provincia. Uno se iba, y antes de irse soñaba con hacerlo, y ese sueño ya lo situaba a una cierta distancia de lo que tenía alrededor. Pensábamos que estábamos divididos entre el mundo antiguo del origen y otro mundo del presente en el que a pesar de todo éramos ciudadanos. Si teníamos un trabajo aceptable, soñábamos con otro, en el que podríamos manifestar nuestra vocación verdadera. Si vivíamos en una ciudad, el descontento íntimo o tan sólo el hábito de la imaginación nos hacían desear irnos a otra, siguiendo el precepto de Rimbaud de que la vida siempre está en otra parte. Los espías de Le Carré, de Chesterton y de Graham Greene eran nuestros héroes morales: gente que parece irreprobablemente una cosa y resulta que es otra, un profesor que cuida las colecciones de arte de la Reina de Inglaterra pero que también es espía soviético, un detective que se disfraza tan por completo para investigar un crimen en el mundo del hampa que podría ser con éxito un asesino o un ladrón, el jefe de una logia secreta anarquista que en realidad es el policía infiltrado para desbaratarla, etcétera. Yo trabajaba en una oficina pero en mi otra vida era un novelista, aunque nadie lo sabía. Publiqué una novela y la escisión, en vez de remediarse, se hizo todavía más profunda. Tomaba un tren o un avión para ir a Madrid a algún encuentro literario y me sentía tan raro entre mis hipotéticos colegas como un funcionario municipal que se ha equivocado de reunión. Pero volvía a Granada y a mi oficina y entre los demás funcionarios me sentía más raro aún. Y en ambos lugares me veía rodeado de gente que parecía tener una idea mucho más sólida de su posición en el mundo. Habían publicado una sola novela en una editorial pequeña y ya hablaban con la suficiencia, con el vocabulario y el aplomo que uno imaginaba propios de los novelistas profesionales. Llevaban menos tiempo que yo trabajando como empleados municipales pero ya se les veía asentados en la seguridad, en el sosiego de las costumbres regulares y los trienios futuros.

Yo pensaba que sería una cuestión de tiempo, de madurez. Pero el sentimiento de incertidumbre y provisionalidad me ha seguido acompañando en cada sitio donde he estado, en cada cosa que he hecho. Cobra otras dimensiones con el paso de los años. De joven tenía una idea más heroica de la vocación literaria, que convertía cada libro nuevo en una especie de fatalidad, el fruto de un arrebato cuya misma vehemencia era su justificación y de algún modo excluía la posibilidad del error. Ahora sé que ni el esfuerzo de los cinco sentidos ni la disciplina ni la convicción ni la experiencia bastan muchas veces para salvarlo a uno de la equivocación, y que se puede fracasar y tener éxito al mismo tiempo, y que el significado de cada una de esas dos palabras puede ser tan tramposo, tan equívoco, que más vale no usarlas.

Una mañana de septiembre me encuentro de vuelta en la Morgan Library de Nueva York y otra vez noto la discordia entre dos mundos, la imposibilidad de instalarme tranquilamente en uno solo. En las vitrinas, en las paredes, está el mundo antiguo del papel, que hasta hace muy poco, no mucho más de diez años, parecía que fuera a durar para siempre: una carta mecanografiada de T. S. Eliot a un amigo suyo, con fecha de 1928; un cuaderno de bocetos de Edgar Degas; la primera carta, a lápiz, con membrete de un hotel, que le escribió Oscar Wilde a lord Alfred Douglas; un pequeño cuaderno en el que William Blake copió esmeradamente sus Songs of Innocence; unas cuartillas de líneas a lápiz muy separadas entre sí que contienen el borrador de un cuento de Ernest Hemingway, así como una lista garabateada de tareas domésticas; la carta en la que Van Gogh invitaba a Gauguin a unirse a él en Provenza y le dibujaba el boceto del cuadro que acababa de pintar, que era el de su habitación; el manuscrito de letra apretada y muy pequeña de un poema de Dylan Thomas; una carta en la que Henry James defiende con vigor la inocencia del capitán Dreyfuss y declara su admiración por la valentía de Zola; el telegrama en el que Puccini anuncia al editor Ricordi el éxito de un estreno.

Palabras escritas con tinta o lápiz sobre papel, hojas en las que perduran los dobleces con que fueron guardadas en sobres, confiadas al correo, recibidas con expectación o sorpresa, trayendo consigo no sólo su contenido literal sino también el roce de las manos de alguien, el rastro de su saliva en el pegamento del sobre: la sugestión de presencia de una caligrafía, tan reconocible y singular como una voz. Muchos de nosotros hemos vivido en ese mundo, que terminó hace nada, que para los más jóvenes es tan antiguo como las locomotoras de vapor: ahora estamos en éste, y nos hemos habituado razonablemente a él, y ya no sabemos vivir sin la instantaneidad del correo electrónico. Pero qué bien nos acordamos de la parte de aventura y de tarea material que había en escribir cartas, de la impaciencia de la espera, del instante en que reconocíamos una escritura deseada en un sobre. Nos da vergüenza la tentación de la nostalgia. Yo me conmuevo leyendo la nota apresurada de Oscar Wilde al hombre joven que no sabe que le traerá la ruina, pero un momento después he notado la vibración del Blackberry y ya estoy sacándolo subrepticiamente del bolsillo para saber quién me ha escrito, para leer la carta intangible que ha tardado unos segundos en llegar a mí, cruzando medio mundo.

Salgo luego a la calle, y como es temprano para la cita del almuerzo me siento en un banco de un pequeño parque a tomar el sol suave de septiembre leyendo el último libro de Alice Munro. El título resuena inesperadamente en mi estado de ánimo: Too Much Happiness. A veces es posible sentir demasiada felicidad. En el banco, a la una de la tarde, entre indigentes adormecidos y madres jóvenes que hablan por el móvil, leyendo al sol a Alice Munro -papel y tinta olorosa, encuadernación firme entre las manos-, me encuentro del todo en mi lugar.

 
 
(Gracias a Anna Carreño por el texto)

La playa Inglesa; Enrique Vila-Matas

ENRIQUE VILA-MATAS RELECTURAS

La playa inglesa

Del mismo modo que presintió el cine, Robert Louis Stevenson previó en Bournemouth -el lugar en el que escribió El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde- el síndrome moderno, el síndrome Pessoa, que ha convertido a tantos individuos -paradójicamente a los más singulares- en puntos de encuentro de diversas personalidades

ENRIQUE VILA-MATAS 13/02/2010


Salgo al balcón de mi cuarto de hotel en Bournemouth, al sur de Inglaterra. Desde aquí puedo ver el lugar donde un día se levantara la casa de las dos chimeneas de Skerryvore en la que R. L. Stevenson, en estado febril, escribió en 1885 El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Sesenta años después de la publicación del libro, volvería literalmente el Mal a aquel lugar cuando una bomba del ejército nazi arrasó por completo Skerryvore. Fue la extraña forma que eligió míster Hyde para regresar a la casa de las dos chimeneas.


Los libros tienen su propio destino y acaban queriendo ser visitados
por las criaturas reales que inventan


Se ha hecho ya de noche y no puedo quitarme de la cabeza que hace un rato, en este mismo balcón, cuando atardecía, he visto que la mano de mi vecino era delgada, fibrosa y rugosa, de una palidez verdosa, peluda. Por decirlo de una forma más alarmante, era una mano parecida a la de Hyde.
Sospecho que esa mano rugosa, vista en la luz del crepúsculo, es de las que no se olvidan. Y recuerdo que, a causa de ella, a punto he estado de establecer con el vecino un diálogo al estilo de Borges y yo, ese relato tan representativo de la herencia de la casa de Skerryvore. Hace sólo unos minutos, estaba pensando en el vuelco fantástico que le da Borges a esa singular autobiografía de artista cuando me ha extasiado la infinita sucesión de farolas iluminadas del Bournemouth nocturno. Y, en plena ensoñación, he recordado aquel momento de la novela de Stevenson en el que Utterson comienza a darle vueltas a la historia que le ha explicado Enfield y se acuerda de que éste le ha contado que, un día, volviendo a casa desde un lugar casi en el fin del mundo, hacia las tres de una madrugada de invierno, cruzó en diagonal una desierta plaza de Londres, donde literalmente no se veían más que farolas, lo que le aterró, aunque no por eso dejó de seguir caminando y cruzando nuevas plazas solitarias mientras todo el mundo dormía.

Olas encrespadas en la playa. El mar me ayuda a pensar en aquella secuencia de la novela de Stevenson en la que empieza a crecer, a resonar, a ampliarse en la mente de Utterson la historia que le ha contado Mr. Enfield y ésta se va desarrollando y amplificando en su cabeza como una sucesión infinita de pasos, y Utterson ve entonces -Stevenson crea imágenes que parecen presentir la invención del cinematógrafo- la figura de un hombre andando deprisa, y poco después, la de una niña que sale corriendo de casa del doctor, y a continuación, el encuentro de las dos figuras, y aquel juggernaut humano -así describe Stevenson la conducta que se ha posesionado de Mr. Hyde-, aquella fuerza del mal irrefrenable que en su avance aplasta o destruye todo lo que se interfiere en su camino, atropellando a la criatura y siguiendo su trayecto sin hacer caso de los gritos que rompen el silencio de la ciudad dormida.

Busco una forma de ver El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde desde un ángulo ligeramente distinto al de anteriores lecturas y veo la escena del célebre cambio de rostro del doctor como un símil del recurrente (recurrente, sobre todo para la Guadaña, que monologa desde siempre con el tema) salto de la vida a la tumba. En realidad, Hyde es la Muerte. Y quiero imaginar que Nabokov se refirió también a ese salto, al traspaso eterno, cuando les pidió a sus alumnos de Cornell que no perdieran de vista los últimos momentos de la vida de R. L. Stevenson, su final trágico en Samoa.

"Los libros tienen su propio destino", les dijo Nabokov. Y es cierto, los libros han tenido siempre su propia suerte, y a veces ésta consiste en llevar a la vida real lo que antes narró el autor. Pudo ser perfectamente el caso de R. L. Stevenson y su Dr. Jekyll. La escena tuvo lugar en Upolu, Samoa, 1894. El escritor, al que los nativos llamaban Tusitala, bajó a la bodega de su casa a buscar una botella de su borgoña favorito, la descorchó en la cocina, y de repente llamó a gritos a su mujer. "¿Qué me pasa, qué es esto tan extraño, algo me ha cambiado la cara?". Un ataque cerebral. Cayó al suelo. "Riverrun", dijo Tusitala. Y murió dos horas después.

"¡Cómo me ha cambiado la cara! Hay una extraña relación temática entre este último episodio de la vida de Stevenson y las fatales transformaciones de su maravilloso libro", comentó Nabokov a sus alumnos de Cornell. El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde se adentra en la más fatal de las transformaciones, la que convierte a un ser vivo en un muerto. El siempre enigmático experimento o tránsito está contado con especial meticulosidad por el propio Jekyll, que en la novela lo deja casi como legado para la humanidad: "Pero la tentación de llevar a cabo un experimento tan singular venció, al fin, todos mis temores". Una frase que parece reaparecer al final del más escueto, elegante y célebre desenlace de los cuentos de Borges: "La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos".

La curiosidad lo mueve todo, hasta la lista o relación exhaustiva de lo que jamás se mueve, aunque de esta lista suele decirse que la escribió un muerto. ¿Por qué volvió míster Hyde a Bournemouth? Los libros tienen su propio destino y acaban queriendo ser visitados por las criaturas reales que inventan. Éste sería el caso de Hyde y de esa bomba hitleriana que arrasó el lugar donde fue engendrado. La curiosidad lo mueve todo, muy especialmente si el deseo de vivir es intenso. Porque entonces nunca llegamos a pensar que ya sabemos lo suficiente acerca del mundo y porque entonces cada respuesta nos lleva a otra pregunta. Por eso se suele decir que la curiosidad es lo que nos mantiene vivos. Y muertos. Porque uno de los aspectos notables del libro de Stevenson es que no resuelve la contradicción. Habla tanto de la muerte como de la vida, y también de la muerte en vida. Y habla para ver por qué (que diría José-Miguel Ullán). Inventa un procedimiento, un tipo de ficción, que le permite mantener la tensión. La forma es siempre forma de una relación y Stevenson, que abrió caminos a los mundos de Pessoa y de Borges, profundiza en un tipo de escritura, un estilo y una construcción, que le permite mantener unidos los polos más extremos con sus redes antagónicas y opuestas.

"Otros vendrán después, otros que me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir que al fin el hombre será tenido y reconocido como una reunión de personalidades diversas, discrepantes e independientes", se lee hacia el final de la novela. Del mismo modo que presintió el cine, Stevenson previó aquí en Bournemouth el síndrome moderno, el síndrome Pessoa, que ha convertido a tantos individuos -paradójicamente a los más singulares- en puntos de encuentro de diversas personalidades. Yo mismo, sin ir más lejos, vivo fraccionado en varios personajes discrepantes e independientes. De ahí, ciertos sobresaltos con manos verdosas. Y de ahí también cierta inquietud, porque, por muy calmo que esté ahora todo, la noche parece doble. Aunque siempre tranquiliza ver que sigue ahí metafísica, perfectamente iluminada y única, la playa inglesa.


El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Robert Louis Stevenson. Traducción de Juan Antonio Molina Foix. Valdemar. Madrid, 2006. 240 páginas. 13 euros. www.enriquevilamatas.com
Gracias a Anna Carreño por el texto.


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