15 febrero, 2011

¿Por qué temerle al espíritu revolucionario árabe? - Slavoj Žižek




Lo que no deja de llamar la atención en las revueltas de Túnez y Egipto es la notoria ausencia del fundamentalismo musulmán. Fiel a la tradición democrática secular, la gente simplemente se levanta contra un régimen opresivo, contra la corrupción y la pobreza, y exige libertad y mejoras económicas. El saber cínico de los liberales occidentales, según el cual en los países árabes el genuino sentido democrático se limita a apenas una elite mientras que la vasta mayoría sólo puede movilizarse mediante fundamentalismo religioso o nacionalimso, acaba de ser refutado. La gran pregunta es qué va a pasar ahora. ¿Quién surgirá como el vencedor político?

Cuando el nuevo gobierno provisional fue nombrado en Túnez excluyó a los islamistas y a la izquierda más radical. La reacción de los petulantes liberales fue: bueno, son básicamente lo mismo; dos extremos totalitarios - Pero, ¿es realmente tan simple? ¿Acaso el viejo antagonismo no es precisamente entre los islamistas y la izquierda? Aún si momentáneamente se unieran en contra del régimen, su unidad se quebraría una vez lograda la victoria, se involucrarían en una pelea mortal, mucho más cruel que la que libran contra el enemigo común.

¿No acabamos de presenciar precisamente este tipo de confrontación después de las últimas elecciones en Iran? Lo que cientos y miles de partidarios de Mousavi defendían era el sueño popular que sostuvo la revolución de Jomeini: libertad y justicia. No obstante su utopismo, este sueño llevó a una impresionante explosión de creatividad política y social, experimentos organizativos y debates entre estudiantes y gente común. Esta apertura genuina que desató fuerzas inauditas de transformación social -un momento en el que todo parecía posible- fue entonces sofocada gradualmente por la toma de poder político por parte del integrismo islamista.

Aún en el caso de movimientos claramente fundamentalistas, uno debería ser cuidadoso y no perder de vista el componente social. Los talibanes son por lo general presentados como un grupo integrista que aplica sus leyes mediante el terror. Sin embargo, cuando en la primavera del 2009 tomaron el valle de Swat en Pakistan, el New York Times reportó que habían pergeñado una revuelta clasista aprovechando las profundas fisuras entre un pequeño grupo de terratenientes ricos y los arrendatarios sin tierra. Si por "tomar ventaja" de la difícil situación de los agricultores, los talibanes estaban generando, en palabras del New York Times, "alarma por los riesgos para Pakistan, que permanece ampliamente feudal", ¿qué es lo que impide a los liberales demócratas en Pakistan y los EEUU "tomar ventaja" de esa misma situación y tratar de ayudar a los agricultores? ¿O acaso las fuezas feudales en Pakistan son las aliadas naturales de la democracia liberal?

La inevitable conclusión es que el surgimiento del islamismo radical fue siempre la otra cara de la desaparición de la izquierda secular en los países musulmanes. Cuando Afganistán es retratado como el país más fundamentalista, ¿quién recuerda todavía que, hace cuarenta años, era un país con una fuerte tradición secular, incluyendo a un poderoso partido comunista que tomó el poder independientemente de la URSS? ¿A dónde fue a parar esta tradición secular?

Y en este contexto es crucial la lectura de los acontecimientos en curso en Túnez y Egipto (y Yemen... y quizás, con algo de suerte, Arabia Saudita). Si la situación eventualmente se estabilizara de manera que el viejo régimen sobreviviera con alguna cirugía cosmética liberal, esto generaría una reacción fundamentalista imposible de superar. Para que pueda sobrevivir el legado liberal, los liberales necesitan la ayuda fraternal de la izquierda radical. Volviendo a Egipto, la reacción más vergonzosa y peligrosamente oportunista fue la de Tony Blair al ser entrevistado por la CNN: el cambio es necesario, pero tiene que ser un cambio estable. El cambio estable en Egipto hoy sólo puede significar un compromiso con las fuerzas de Mubarak por medio de una ligera ampliación del círculo gobernante. Por esto es que hablar de una transición pacífica ahora es una obscenidad: al aplastar a la oposición, el mismo Mubarak lo hizo imposible. Después de que Mubarak enviara al ejército para reprimir a los manifestantes la elección se hizo clara: un cambio cosmético en el cual algo cambia para que todo siga igual, o una verdadera ruptura.

Este es, entonces, el momento de la verdad: no se puede decir, como en el caso de Algeria una década atrás, que permitir elecciones verdaderamente libres equivale a entregarle el poder a fundamentalistas musulmanes. Otra preocupación liberal es que no hay poder político organizado que asuma si Mubarak se va. Claro que no lo hay; Mubarak se ocupó de que no lo hubiera al reducir toda oposición a ornamentos marginales, de manera que el resultado es como el título de esa famosa novela de Agatha Christie, Y no quedó ninguno. El argumento de Mubarak -es él o el caos- es un argumento en contra de Mubarak.

La hipocresía de los liberales occidentales es impresionante: apoyan públicamente la democracia, pero cuando el pueblo se rebela en contra de los tiranos en demanda de liberad y justicia -y no en nombre de la religión- ellos están profundamente preocupados. ¿Por qué no alegrarse de que la libertad tiene una oportunidad? Hoy más que nunca, la vieja frase de Mao es oportuna: «Hay un gran caos bajo el cielo, la situación es excelente».

Entonces, ¿dónde debería irse Mubarak? La respuesta es clara: a La Haya. Si hay un líder que merezca sentarse allí, es él.

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