02 febrero, 2013

El delito del cuerpo

¿LA EVIDENCIA DEL CUERPO? SEXO, GÉNERO Y CUERPO.

Hay muchos cuerpos distintos pero nos resistimos a que ninguno escape a ser (de) hombre o (de) mujer: dos únicas posibilidades para una enorme cantidad de materializaciones corporales diversas. O, en realidad, una sola posibilidad en tanto que ese par se presenta como contrario y complementario. O se es mujer o se es hombre, se pertenece a una de las dos categorías y se participa irremisiblemente de una mayoría substancial de sus atributos más definitorios (en tanto que el otro se define por la falta de ellos). Estar categorizada bajo la etiqueta mujer y que te falten dos dedos del pie izquierdo te hace menos mujer en menor grado que si has tenido que sufrir una mutilación mamaria, por ejemplo: ambas son partes del cuerpo pero una posee un poder identitario sexual mayor que otra, es considerada una marca de feminidad.

Pareciera pues que no todos los atributos reconocibles en el cuerpo poseen un mismo grado de evidencia genérico-sexual –aparentemente un bazo o un codo son más unisex que los huesos de la pelvis, por no nombrar los genitales–. Pero, ¿por qué se estableció esta categorización sobre los cuerpos a partir de la identificación de éstas y no otras características? ¿Ante qué permanecemos ciegos/as al ver un cuerpo por más desnudo que esté? Hay una jerarquización naturalizada y normativizadora que prescribe los cuerpos, los hace legibles, según unos parámetros que se pretenden biológicos.

Así pues las categorías no hegemónicas de los pares como hombre/mujer, heterosexual/homosexual se construyen como un afuera desde el adentro y son, por tanto, un reverso del propio miedo a la impureza que constituye la categoría dominante. En ningún caso otra opción; ni siquiera una opción. Porque en definitiva existe una sola posibilidad, por lo tanto, ninguna capacidad de elegir.

Para convertir en lugares identitarios fuertes categorías como mujer o las tradicionalmente agrupadas –en un momento histórico determinado– bajo el epígrafe homosexual (lesbianas, gays, transexuales, transgenéricos, intersexuales…) habrá que constituirlas no tanto en contra de la categoría hegemónica –cosa que beneficiaría la dinámica del par– sino de otro modo, cruzando y volviendo a cruzar la frontera preservativa del mismo binomio, como recomienda Diana Fuss; desde el mestizaje (y la contaminación) como lugares de resistencia, como propone María Lugones; o desde una gestualidad textual autográfica que admita el ser uno/a y múltiple a la vez, como sugiere Shirley Neuman. Y, por su parte, Nicole Brossard, en lo que muy bien podría ser un leit motiv compartido por todas estas propuestas, advierte: «Una lesbiana que no reinventa el término es una lesbiana en proceso de extinción».

Incluso el mismo par de pares que estamos manejando supone una mutua implicación interna: la heterosexualidad normativa que rige la sexualidad demanda y posibilita, a la vez, el establecimiento nítido y seguro del sistema binario de género-sexo; esto es, la reducción a las categorías hombre versus mujer o, en definitiva, hombre frente a todo lo que no es suficientemente hombre.

Desarticular, del modo que sea, el binomio hombre/mujer implica desarmar la heterosexualidad que prescribe la unión sexual de cada una de estas categorías con su contrario y complementario (u obligar a que se reescriba e imponga de otro modo); confundir los géneros es dificultar la certeza de una práctica sexual legal y autorizada. De un modo similar, pluralizar las prácticas supone rearticular las categorías e incluso multiplicarlas. La tan debatida afirmación (sin duda contundente) de Monique Wittig –«Las lesbianas no son mujeres»– puede leerse en esta dirección. Una lesbiana que tiene puesto su deseo en otra lesbiana o simplemente en una mujer (y no en un hombre) establece otra lógica distinta a la patriarcal heterosexista. Ser mujer es –exige– paticipar y pertenecer a la heterosexualidad opresiva que usa y legisla los cuerpos para la reproducción y la satisfacción del placer masculino: «[…] sería impropio decir que las lesbianas viven, se asocian, hacen el amor con mujeres porque la mujer no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales»

La diferencia genérico-sexual binaria aparece, pues, asociada a la práctica de una sexualidad determinada que rige los cuerpos y sus relaciones, los encauza a determinadas interacciones mientras que proscribe, patologiza, persigue y castiga otras. Dentro de las propuestas del feminismo se estableció la diferencia entre sexo y género a fin de evitar el biologismo del cuerpo –justamente por lo que tenía de evidente y explícito–. De este modo, se entendía el sexo como natural, previo, esencial y biológico, frente al género que se consideraba cultural, posterior, un constructo social. La frase de Simone de Beauvoir –«Una no nace mujer, se convierte en mujer»– puede ser interpretada en esta línea.

Como ser verá más adelante, Judith Butler indaga en este devenir mujer y, nuevamente, es Diana Fuss quien se encarga de desarticular esta distinción entre esencialismo y construccionismo. Ambas nos muestran que el establecimiento del mismo binomio esencial versus constructo es construido o, dicho de otro modo, la propia distinción natural versus cultural es cultural, en tanto que se establece desde la cultura y podemos constatar que ha variado a lo largo de la historia del pensamiento.

Como apunta Judith Butler, no hay diferencia entre el sexo y el género sino que ambos se refieren a una materialización determinada de los cuerpos y surgen a la vez fruto de una diferencia discursiva de orden cultural. Cabe añadir que no solamente acabaremos estableciendo lo que es natural desde la cultura –por tanto la construcción de lo esencial como presuntamente no construido– sino que por más que nos queramos resistir al esencialismo no podemos escapar desde el punto en que el uso del lenguaje supone en sí mismo cierto esencialismo y lleva asociado un determinismo que, como veremos más adelante, no es completamente determinante.

Desde esta perspectiva, pues, el cuerpo –la materialidad del cuerpo– es causa y efecto a la vez de una serie de procesos que se desarrollan en las redes conceptuales binarias interrelacionadas y que son llevados a cabo –materializados propiamente– a través del lenguaje, de su textualización. El
cuerpo es un texto; el cuerpo es la representación del cuerpo. El primer efecto discursivo es la naturalización de la materialidad del cuerpo y sus presuntos efectos asociados: la dualidad de géneros, una sola práctica sexual.

Torras, Meri , «El delito del cuerpo». En Meri Torras (ed.),
Cuerpo e identidad I. Barcelona: Edicions UAB, 2007.

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