28 noviembre, 2013

Hombre y lenguaje

Hay una definición clásica propuesta por Aristóteles según la cual el hombre es un ser vivo dotado de logos. Esta definición se ha conservado en la tradición occidental bajo esta fórmula: el hombre es el animal rationale, el ser vivo racional, es decir, que difiere del resto de los animales por su capacidad de pensar. Se tradujo la palabra griega logos por razón o pensamiento. Pero esa palabra significa también, y preferentemente, lenguaje. Aristóteles establece, en un pasaje, la diferencia entre el animal y el hombre: los animales tienen la posibilidad de entenderse entre sí mostrándose recíprocamente lo que les causa placer, para buscarlo, y lo que les produce dolor, para evitarlo. La naturaleza no les ha dado más. Sólo los seres humanos poseen, además, el logos que los capacita para informarse mutuamente sobre lo que es útil y lo que es dañino, y también lo que es justo y lo que es injusto. Se trata de un texto de un profundo contenido. El saber lo que es útil o nocivo no es deseable en sí, sino en referencia a otra cosa que aún no existe, pero le sirve a uno para ejercer su actividad. Se establece, pues, aquí como nota característica del hombre una superioridad sobre lo actual, un sentido de futuro. Y Aristóteles añade inmediatamente que así le es dado también al hombre el sentido de lo justo y lo injusto... y todo ello, porque el hombre es el único poseedor del logos. Puede pensar y puede hablar. Puede hablar, es decir, hacer patente lo no actual mediante su lenguaje, de forma que también otro lo pueda ver. Puede comunicar todo lo que piensa; y lo que es más, gracias a esa capacidad de comunicarse las personas pueden pensar lo común, tener conceptos comunes, sobre todo aquellos conceptos que posibilitan la convivencia de los hombres sin asesinatos ni homicidios, en forma de vida social, de una constitución política, de una vida económica articulada en la división del trabajo. Todo esto va implícito en el simple enunciado de que el hombre es el ser vivo dotado de lenguaje.

[...] El pensamiento sobre el lenguaje queda siempre involucrado en el lenguaje mismo. Sólo podemos pensar dentro del lenguaje, y esta inserción de nuestro pensamiento en el lenguaje es el enigma más profundo que el lenguaje propone al pensamiento.

El lenguaje no es un medio más que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo. No es un tercer instrumento al lado del signo y la herramienta que pertenecen también a la definición esencial del hombre. El lenguaje no es un medio ni una herramienta. Porque la herramienta implica esencialmente que dominamos su uso, es decir, la tomamos en la mano y la dejamos una vez que ha ejecutado su servicio. No ocurre lo mismo cuando tomamos en la boca las palabras de un idioma y las dejamos después de su uso en el vocabulario general que tenemos a nuestra disposición. Esa analogía es errónea porque nunca nos encontramos ante el mundo como una conciencia que, en un estado a-lingüístico, utiliza la herramienta del consenso. El conocimiento de nosotros mismos y del mundo implica siempre el lenguaje, el nuestro propio. Crecemos, vamos conociendo el mundo, vamos conociendo a las personas y en definitiva a nosotros mismos a medida que aprendemos a hablar. Aprender a hablar no significa utilizar un instrumento ya existente para clasificar ese mundo familiar y conocido, sino que significa la adquisición de la familiaridad y conocimiento del mundo mismo tal y como nos sale al encuentro.

Es un proceso enigmático y profundamente oculto. Es un verdadero prodigio que un niño pronuncie una palabra, una primera palabra. Fue una insensatez el intento de descubrir el lenguaje primigenio de la humanidad haciendo crecer a los niños totalmente incomunicados de cualquier sonido humano y después, partiendo del primer balbuceo de tipo articulado, atribuir a un lenguaje humano concreto el privilegio de ser la lengua primigenia de la creación. Lo absurdo de tales ideas consiste en el intento de suspender de modo artificial nuestra implicación en el mundo lingüístico en el que vivimos. La verdad es que estamos tan íntimamente insertos en el lenguaje como en el mundo.

Yo encuentro, una vez más, en Aristóteles la descripción más sabia de cómo aprendemos a hablar. En cualquier caso, la descripción aristotélica no se refiere al aprendizaje del habla, sino al pensamiento, a la adquisición de los conceptos generales. ¿Cómo se produce un alto en la fuga de los fenómenos, en la constante sucesión de impresiones cambiantes? Lo que nos permite reconocer algo como idéntico es, sin duda, la capacidad de retención, la memoria, y esto supone una gran labor de abstracción. En la fuga de unos fenómenos cambiantes vemos de vez en cuando un elemento común, y con los reconocimientos que se acumulan lentamente y que llamamos experiencias se realiza la unidad de la experiencia. Pero ésta permite utilizar lo así conocido como un saber general. Ahora bien, Aristóteles pregunta cómo se puede producir realmente este conocimiento de lo general. No desde luego de forma que transcurra un fenómeno tras otro y de pronto, en un punto concreto que reaparece y reconocemos como idéntico, alcancemos el conocimiento de lo general. No es este el punto concreto como tal el que distingue de todos los otros por su misteriosa capacidad de expresar lo general. Ese punto es como todos los otros. Es cierto sin embargo que alguna vez se produce el conocimiento de lo general. ¿Dónde empezó? Aristóteles presenta una imagen ideal: ¿cómo llega a detenerse un ejército que está en fuga? ¿dónde ocurre que empiece a detenerse? Desde luego, no por detenerse el primer soldado, o el segundo, o el tercero. No se puede afirmar que el ejército se haya detenido por haber dejado de huir un determinado números de soldados en fuga. Porque con él no empieza el ejército a detenerse, sino que empezó a hacerlo desde mucho antes. Cómo se inicia el proceso, cómo se propaga, cómo, finalmente, en algún momento, el ejército se detiene, es decir: obedece de nuevo a la unidad de mando, todo ello nadie lo dispone a conciencia, nadie lo controla según un plan, nadie lo certifica cognoscitivamente. Y, sin embargo, indudablemente ha ocurrido. Algo análogo ocurre con el conocimiento de lo general, y es así porque el fenómeno es idéntico al que se produce en la aparición del lenguaje.

En todo nuestro pensar y conocer, estamos ya desde siempre sostenidos por la interpretación lingüística del mundo, cuya asimilación se llama crecimiento, crianza. En este sentido el lenguaje es la verdadera huella de nuestra finitud. Siempre nos sobrepasa. La conciencia del individuo no es el criterio para calibrar su ser. No hay, indudablemente, ninguna conciencia individual en la que exista el lenguaje que ella habla. ¿Cómo existe entonces el lenguaje? Es cierto que no existe sin la conciencia individual; pero tampoco existe en una mera síntesis de muchas conciencias individuales.

Ningún individuo, cuando habla, posee una verdadera conciencia de su lenguaje. Hay situaciones excepcionales en las que se hace consciente l lenguaje en que se habla. Por ejemplo, cuando nos viene a la memoria una palabra en la que nos apoyamos, que suena extraña o ridícula y que hace preguntar: "¿se puede decir así?". Ahí aflora por un momento el lenguaje que hablamos, porque no hace lo suyo. ¿Qué es, pues, lo suyo? Creo que cabe distinguir aquí tres elementos.

El primero es el auto-olvido esencial que corresponde al lenguaje. Su propia estructura, gramática, sintaxis, etc., todo lo que tematiza la ciencia, que queda inconsciente para el lenguaje vivo. Por eso constituye una de las perversiones típicas de lo natural el que la escuela moderna se vea obligada a apoyar la gramática y la sintaxis no ya en una lengua muerta, como el latín, sino en la propia lengua materna. Una enorme labor abstractiva que se exige al que ha de hacer explícitamente consciente la gramática del idioma que domina como lengua materna. El lenguaje real y efectivo desaparece detrás de lo que se dice en él. Hay una experiencia muy curiosa que todos hemos vivido en el aprendizaje de lenguas extranjeras. En los libros de texto o en los cursos de idiomas suele haber unas frases de uso corriente. Su finalidad es hacer consciente al alumno, en un plano abstracto, de un determinado fenómeno lingüístico. En otros tiempos, cuando aún se creía en la tarea de abstracción que representa el aprendizaje de la gramática y la sintaxis de una lengua, solían figurar unas frases tan sublimes como extemporáneas que expresaban algo sobre César o sobre el señor X. La tendencia más reciente de intercalar en tales frases ejemplares noticias interesantes sobre el extranjero tiene el efecto secundario negativo de oscurecer la función ejemplar de la frase en la medida en que el contenido atrae toda la atención. Cuanto más vivo es un acto lingüístico es menos consciente de sí mismo. Así, el auto-olvido del lenguaje tiene como corolario que su verdadero sentido consiste en algo dicho en él y que constituye el mundo común en el que vivimos y al que pertenece también toda la gran cadena de la tradición que llega a nosotros desde la literatura de las lenguas extranjeras muertas o vivas. El verdadero ser del lenguaje es aquello en que nos sumergimos al oírlo: lo dicho.

Un segundo rasgo esencial del ser del lenguaje es, a mi juicio, la ausencia del yo. El que habla un idioma que ningún otro entiende, en realidad no habla. Hablar es hablar a alguien. La palabra ha de ser palabra pertinente, pero esto no significa sólo que yo me represente a mí mismo lo dicho, sino que se lo haga ver al interlocutor.

En este sentido el habla no pertenece a la esfera del yo, sino a la esfera del nosotros. [...] La realidad del habla, como se ha observado desde hace tiempo, consiste en el diálogo. Pero en el diálogo impera siempre un espíritu, malo o bueno, un espíritu de endurecimiento y paralización o un espíritu de comunicación y de intercambio fluido entre el yo y el tú.

[...] En relación con esto aparece el tercer elemento que yo llamaría la universalidad del lenguaje. Este no es ningún ámbito cerrado de lo decible al que se yuxtaponen otros ámbitos de lo indecible, sino que lo envuelve todo. Nada puede sustraerse radicalmente al acto de "decir", porque ya la simple alusión alude a algo. La capacidad de dicción avanza incansablemente con la universalidad de la razón. Por eso el diálogo posee siempre una infinitud interna y no acaba nunca. El diálogo se interrumpe, bien sea porque los interlocutores han dicho bastante o porque no hay nada más que decir. Pero esa interrupción guarda una referencia interna a la reanudación del diálogo.

Hacemos esta experiencia, a veces en forma dolorosa, cuando nos exigen decir algo. La pregunta que debemos contestar -pensemos en el ejemplo extremo del interrogatorio o de la declaración ante tribunal- es como una barrera que se establece contra el espíritu del lenguaje que quiere expresarse y quiere diálogo ("aquí hablo yo", o "responda a mi pregunta"). Lo dicho nunca posee su verdad en sí mismo, sino que remite hacia atrás y hacia adelante, a lo no dicho. Toda declaración está motivada; es decir, cuando se dice algo, es razonable preguntar "¿por qué lo dices?" y sólo si se entiende eso no dicho juntamente con lo dicho es inteligible un enunciado. Esto lo sabemos sobre todo por el fenómeno de la pregunta. Una pregunta cuyo motivo ignoremos no puede encontrar respuesta. Porque sólo la historia de la motivación abre el ámbito desde el cual se puede obtener y dar una respuesta. De ese modo el preguntar y el responder implican en realidad un diálogo interminable en cuyo espacio están la palabra y la respuesta. Lo dicho se encuentra siempre en ese espacio.

Podemos aclararlo con una experiencia común a todos. Me refiero a la traducción y lectura de textos traducidos de lenguas extranjeras. Lo que el traductor tiene ante sí es un texto lingüístico, esto es, algo dicho oralmente o por escrito que ha de verter a su propia lengua. Está atado al texto, pero no puede trasvasar simplemente lo dicho desde el idioma extranjero al propio material lingüístico sin convertirse él mismo en sujeto dicente. Y esto significa que debe ganar para sí el espacio infinito del decir que corresponde a lo dicho en la lengua extranjera. Todos sabemos lo difícil que es eso. Todos sabemos cómo la traducción lamina en cierto modo lo dicho en el idioma extranjero. Se copia superficialmente de suerte que el sentido verbal y la fraseología de la traducción imitan el original, pero la traducción carece en cierto modo de espacio. Le falta esa tercera dimensión que hace crecer en su ámbito de sentido lo dicho originariamente, esto es, en el original.

Se trata de una limitación inevitable de todas las traducciones. Ninguna traducción puede sustituir al original. Y se engaña el que piensa que proyectando a la superficie en la traducción, la idea del original facilita la comprensión, dada la imposibilidad de incluir todo lo que dice el original como trasfondo y entre líneas; si alguien piensa que esta reducción a un sentido simple facilitará la comprensión, está equivocado. Ninguna traducción es tan comprensible como el original. Precisamente el sentido polifacético de lo dicho -y el sentido es siempre sentido direccional- sólo aparece en la originariedad del decir y se esfuma en la repetición e imitación. Por eso la misión del traductor debe ser siempre, no precisamente reproducir los dicho, sino orientarse en dirección a lo dicho, hacia su sentido, para transferir lo que ha de decir a la dirección de su propio decir. Esto aparece claro sobre todo en aquellas traducciones destinadas a permitir un diálogo oral mediante la interconexión de los intérpretes. Un intérprete que se limita a reproducir las palabras y frases pronunciadas por uno en la otra lengua hace incomprensible el diálogo. Lo que debe reproducir no el lo dicho en su literalidad, sino aquello que el otro quiso decir y dijo callando muchas cosas. Lo limitado de su versión debe también ganar el espacio que hace posible el diálogo: la infinitud interna que corresponde siempre al consenso.

El lenguaje es así el verdadero centro del ser humano si se contempla en el ámbito que sólo él llena: el ámbito de la convivencia humana, el ámbito del entendimiento, del consenso siempre mayor, que es tan imprescindible para la vida humana como el aire que respiramos. El hombre es realmente, como dijo Aristóteles, el ser dotado de lenguaje. Todo lo humano debemos hacerlo pasar por el lenguaje.


Gadamer, Verdad y Método.
Hombre y lenguaje (1965)

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