25 octubre, 2009

Fedro o de la Belleza, Platón.

Patricio de Azcárate, Madrid 1871.

Sócrates: Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y de dónde vienes?
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, desde el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por el objeto de su pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo todo el bien que han podido, sino que han obrado libremente, juzgando que servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el daño causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta las penalidades que han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que no están enamorados no pueden ni alegar los negocios que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar todos estos males, que no han llegado a conocer, sólo les resta aprovechar con decisión cuantas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
»Se alegará quizá en favor del amante que su amor es más vivo que una amistad ordinaria, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrostrar por ella el odio de todos; pero es fácil conocer lo falaz de este elogio puesto que, si su pasión llega a mudar de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores a los nuevos y, si el que ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.
»Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre atacado de un mal tan crónico, del cual ninguna persona sensata intentará curarle, porque los mismos amantes confiesan que su espíritu está enfermo y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de sí mismos y que no pueden dominarse. Y entonces, si llegan a entrar en sí mismos, ¿cómo pueden aprobar las resoluciones que han tomado en un estado de delirio?
»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses conceder la preferencia al más digno, no podrías escoger sino entre un pequeño número; por el contrario, si buscas entre todos los hombres aquel cuya amistad desees, puedes elegir entre millares, y es probable que en toda esta multitud encuentres uno que merezca tus favores.
»Si temes la opinión pública, si temes tenerte que avergonzar de tus relaciones ante tus conciudadanos, ten presente que lo más natural es que un amante, que desea que le envidien su suerte, creyéndola envidiable, sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes que no ha perdido el tiempo, ni el trabajo. Aquél que, dueño de sí mismo, no se deja extraviar por el amor, preferirá la seguridad de su amistad al placer de alabarse de ella. Añade a esto que todo el mundo conoce un amante, viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no poder hablarse sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya, o va bien pronto a unirlos. Pero los que no están enamorados pueden vivir en la mayor familiaridad sin que jamás induzcan a sospecha; porque se sabe que son lícitas estas asociaciones, formadas amistosamente por la necesidad, para encontrar alguna distracción.
»¿Tienes algún otro motivo para temer? ¿Piensas que las amistades son rara vez durables, y que un rompimiento, que siempre es una desgracia para ambos, te será funesto, sobre todo después del sacrificio que has hecho de lo más precioso que tienes? Si así sucede, es al amante a quien debes sobre todo temer. Un nada le enoja, y cree que lo que se hace es para perjudicarle. Así es que quiere impedir al objeto de su amor toda relación con todos los demás, teme verse postergado por las riquezas de uno, por los talentos de otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de todos aquéllos que tienen sobre él alguna ventaja. Él te cizañará para ponerte mal con todo el mundo y reducirte a no tener un amigo; o si pretendes manejar tus intereses y ser más entendido que tu celoso amante, acabarás por un rompimiento. Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que inspiran sus virtudes los favores que desea, no se cela de aquéllos que viven familiarmente con su amigo; aborrecería más bien a los que huyesen de su trato, porque vería en este alejamiento una señal de desprecio, mientras que aplaudiría todas aquellas relaciones cuyas ventajas conociese. Parece natural que, dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad, y que no pueda producir resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los amantes se enamoran de la belleza del cuerpo antes de conocer la disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad, antes de obtener los mayores favores, no podrán ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo sucesivo.
»¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un amante. Porque un amante alabará todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por temor de disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del amor. El amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie; pero cuando es dichoso, todo le parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables porque, libre de amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.
»Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así, seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos otorgárselos no a los más dignos, sino a los más indigentes, porque libertándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida, deberás convidar no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Pero tú debes, por el contrario, favorecer no a aquellos cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los que sólo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, sólo concluirá con la muerte; no a los que, una vez satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu estimación.
»Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Considera también que nadie es reprensible por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.
»Quizá me preguntarás si te aconsejo que concedas tus favores a todos los que no son tus amantes; y te responderé que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.
»Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé.»
¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos los aspectos y sobre todo por la elección de las palabras?
«En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos y, refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañoso.
»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero la intemperancia muda de nombre según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón, y a los demás deseos, se llama glotonería, y a los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase sólo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible y, sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor.»
Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarle y humillarle hasta verle debajo. El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos y aun otros más vergonzosos regocijarán al amante, si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso, prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre, lo causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral, no hay guía más malo ni compañero más funesto que un hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato. Todo esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado sólo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama privada de lo más precioso, más estimado y más sagrado que tiene. Le vería con gusto perder su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce comercio. Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina. En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar el momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un Dios ha mezclado con la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice que los que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor que de ello resulta predispone a la amistad y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquél, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, del que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, a que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas como reprensiones insoportables que le dirige cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento le llena de ultrajes que le cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la pasión se extinga se mostrará sin fe, y venderá a aquél que sedujo con sus promesas magníficas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien sólo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta. Cuando llega el momento de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha hecho otro hombre sin conocimiento de aquél de quien estaba enamorado. El joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Éste, lleno de confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca pasión. Sin embargo ha entrado en sí mismo, y es ya bastante capaz para no dejarse llevar de iguales extravíos y no volver de nuevo al antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquél que amaba en otro tiempo, y vuelta la concha (12), en vez de perseguir, es él el que huye. Al joven no le queda otro partido que sufrir, bajo el peso de sus remordimientos, por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.
»Obrar de esta manera es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud y, sobre todo, funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será, en todos tiempos, la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses. He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un apetito grosero que quiere saciarse:
Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.
He aquí todo lo que tenía que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más, porque mi discurso está terminado.
Sin embargo, exceptúo a Simias el Tebano; pero no hay otro que pueda compararse contigo. Y ahora mismo me temo que me vas a arrancar un nuevo discurso.
No, esta historia no es verdadera;
no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya,
jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez hablaré con la cara descubierta, y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaba a buscar un remedio a estos males y un refugio contra la cólera divina, con súplicas y ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos, que preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía sin estar agitado por este delirio, que viene de las musas, o que crea que el arte sólo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien ni para el amante, ni para el amado. Nosotros probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor felicidad. Nuestras pruebas excitarán el desdén de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos.
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus facultades y propiedades.

NOTAS
(1) Lisias nació en Atenas en 459 y murió en 379 antes de Jesucristo; perteneció al partido democrático y fue desterrado a Megara durante la oligarquía. Ésta condenó a muerte a su hermano Polemarco y a su cuñado Dionisodoro.
(2) Casa llamada así de uno llamado Moriquia.
(3) Sócrates tenía poca simpatía por la democracia ateniense, y así se burla de los oradores populares.
(4) Este Heródico era médico.
(5) Sócrates andaba habitualmente descalzo, y sólo se ponía sandalias en convites o actos semejantes. (Véase el Banquete.)
(6) Es sabido que hay dos sistemas de exégesis religiosa: 1º, el sistema de los racionalistas que acepta los hechos de la historia religiosa, reduciéndolos a las proporciones de la historia humana y natural (hipótesis objetiva); 2º, el sistema de los mitológicos, que niega a estas historias toda realidad histórica, y no ve en estas leyendas sino mitos, producto espontáneo del espíritu humano y de las alegorías morales y metafísicas (hipótesis sujetiva). Este capítulo de Platón nos prueba la existencia de la exégesis racionalista 400 años antes de JC.
(7) Sócrates profesaba el mayor respeto a las leyes religiosas de su país, pero cuando la religión estaba en pugna con la moral, sacrificaba la religión. (Véase Eutifrón.) Sócrates era reformador en moral y conservador en religión, cosa insostenible. A una nueva moral correspondía una nueva religión, y esto hizo el cristianismo, que Sócrates preparó sin presentirlo.
(8) Cada uno de los arcontes juraba, al posesionarse del cargo, consagrar a Delfos su propia estatua, si se dejaba corromper.
(9) Estatua de Júpiter que los descendientes de Cipselos consagraron a Olimpo, conforme al voto que habían hecho, si recobraban el poder soberano en Corinto.
(10) Λίγεια, quiere decir armoniosa.
(11) Los ligurienses, pueblo de la alta Italia.
(12) Alusión a un juego en el que, para saber quién era el perseguidor y quién el perseguido, se arrojaba al aire una concha blanca por un lado y negra por otro.
(13) Ninguno de los autores antiguos explica lo que era el demonio de Sócrates, y esto hace creer que este demonio no era otra cosa que la voz de su conciencia, o una de esas divinidades intermedias con que la escuela alejandrina pobló después el mundo. Con esto coincide el dicho de Séneca: en el corazón de un hombre de bien, yo no sé qué Dios, pero habita un Dios.

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