Patricio de Azcárate, Madrid 1871.
Sócrates: Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y de dónde vienes?
Fedro: Vengo, Sócrates, de casa de Lisias (1), hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.
Sócrates: Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.
Fedro: Sí, en casa de Epícrates, en esa casa que está próxima al templo de Júpiter Olímpico, la Moriquia. (2)
Sócrates: ¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.
Fedro: Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.
Sócrates: ¿Qué dices? ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?
Fedro: Pues adelante.
Sócrates: Habla pues.
Fedro: En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone que un hermoso joven es solicitado no por un hombre enamorado sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.
Sócrates: ¡Oh! es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería ésta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares (3). Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara y, conforme al método de Heródico (4), volver de nuevo después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.
Fedro: ¿Qué dices?, bondadoso Sócrates. Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy bien distante de ello y, sin embargo, preferiría ese talento a todo el oro del mundo.
Sócrates: Fedro, si no conociera a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no ha podido contentarse con una primera lectura sino que, volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comience de nuevo, y el autor le habrá dado gusto y, no satisfecho aún con esto, concluirá por apoderarse del papel para volver a leer los pasajes que han llamado más su atención. Y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya, habrá salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho me engañaría, ¡por el Can!, si no se sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una extensión excesiva. Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus anchuras, y encontrando un desdichado con una pasión furiosa por los discursos, complacerse interiormente en tener la fortuna de hallar a uno a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su pasión por los discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro, mejor es hacer por voluntad lo que habría de hacerse luego por voluntad o por fuerza.
Fedro: Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar sin que hable, bien o mal.
Sócrates: Tienes razón.
Fedro: Pues bien, doy principio... Pero, verdaderamente, Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. Sin embargo me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.
Sócrates: Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, supuesto que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.
Fedro: Basta de bromas, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?
Sócrates: Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Illiso, y allí escogeremos algún sitio solitario para sentarnos.
Fedro: Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca lo gastas (5). Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.
Sócrates: Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.
Fedro: ¿Ves ese plátano de tanta altura?
Sócrates: ¿Y qué?
Fedro: Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos y, si queremos, también para acostarnos.
Sócrates: Adelante, pues.
Fedro: Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Illiso, donde Bóreas robó, según se dice, la ninfa Oritea?
Sócrates: Así se cuenta.
Fedro: Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua pura y transparente y esta ribera, todo convidaba a que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.
Sócrates: No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Diana Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.
Fedro: No lo recuerdo bien, pero dime, ¡por Júpiter!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?
Sócrates: Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde ella se solazaba con Farmaceo, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas (6); y aún podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda fue robada sobre esa colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y en seguida de estos las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles, tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir con el precepto de Delfos de conocerme a mí mismo; y dada esta ignorancia me parecería ridículo intentar conocer lo que me es extraño. Por esto es que renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo a las creencias públicas (7). Y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, yo me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina sabiduría. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, a donde querías que fuésemos.
Fedro: En efecto, es el mismo.
Sócrates: ¡Por Juno!, ¡precioso retiro! ¡Cuán copudo y elevado es este plátano! Y este agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa!, parece como si floreciera con intención para perfumar estos preciosos sitios. ¿Hay nada más encantador que el arroyo que corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él acreditan su frescura. Este sitio retirado está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, si hemos de juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumado? Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que más me encanta son estas yerbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un guía excelente.
Fedro: Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te tendría por un extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante del Ática. Probablemente tú no habrás salido jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paseo fuera de muros.
Sócrates: Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los árboles nada me enseñan, y sólo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres. Sin embargo creo que tú has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un animal hambriento a seguirnos, mostrándole alguna rama verde o algún fruto; y tú, enseñándome ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquiera parte del mundo, si quisieras. Pero, en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer, y puedes comenzar.
Fedro: Escucha.
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, desde el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por el objeto de su pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo todo el bien que han podido, sino que han obrado libremente, juzgando que servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el daño causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta las penalidades que han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que no están enamorados no pueden ni alegar los negocios que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar todos estos males, que no han llegado a conocer, sólo les resta aprovechar con decisión cuantas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
»Se alegará quizá en favor del amante que su amor es más vivo que una amistad ordinaria, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrostrar por ella el odio de todos; pero es fácil conocer lo falaz de este elogio puesto que, si su pasión llega a mudar de objeto, no dudará en sacrificar sus antiguos amores a los nuevos y, si el que ama hoy se lo exige, hasta perjudicar al que amaba ayer.
»Racionalmente no se pueden conceder tan preciosos favores a un hombre atacado de un mal tan crónico, del cual ninguna persona sensata intentará curarle, porque los mismos amantes confiesan que su espíritu está enfermo y que carecen de buen sentido. Saben bien, dicen ellos, que están fuera de sí mismos y que no pueden dominarse. Y entonces, si llegan a entrar en sí mismos, ¿cómo pueden aprobar las resoluciones que han tomado en un estado de delirio?
»Por otra parte, si entre tus amantes quisieses conceder la preferencia al más digno, no podrías escoger sino entre un pequeño número; por el contrario, si buscas entre todos los hombres aquel cuya amistad desees, puedes elegir entre millares, y es probable que en toda esta multitud encuentres uno que merezca tus favores.
»Si temes la opinión pública, si temes tenerte que avergonzar de tus relaciones ante tus conciudadanos, ten presente que lo más natural es que un amante, que desea que le envidien su suerte, creyéndola envidiable, sea indiscreto por vanidad, y tenga por gloria publicar por todas partes que no ha perdido el tiempo, ni el trabajo. Aquél que, dueño de sí mismo, no se deja extraviar por el amor, preferirá la seguridad de su amistad al placer de alabarse de ella. Añade a esto que todo el mundo conoce un amante, viéndole seguir los pasos de la persona que ama; y llegan al punto de no poder hablarse sin que se sospeche que una relación más íntima los une ya, o va bien pronto a unirlos. Pero los que no están enamorados pueden vivir en la mayor familiaridad sin que jamás induzcan a sospecha; porque se sabe que son lícitas estas asociaciones, formadas amistosamente por la necesidad, para encontrar alguna distracción.
»¿Tienes algún otro motivo para temer? ¿Piensas que las amistades son rara vez durables, y que un rompimiento, que siempre es una desgracia para ambos, te será funesto, sobre todo después del sacrificio que has hecho de lo más precioso que tienes? Si así sucede, es al amante a quien debes sobre todo temer. Un nada le enoja, y cree que lo que se hace es para perjudicarle. Así es que quiere impedir al objeto de su amor toda relación con todos los demás, teme verse postergado por las riquezas de uno, por los talentos de otro, y siempre está en guardia contra el ascendiente de todos aquéllos que tienen sobre él alguna ventaja. Él te cizañará para ponerte mal con todo el mundo y reducirte a no tener un amigo; o si pretendes manejar tus intereses y ser más entendido que tu celoso amante, acabarás por un rompimiento. Pero el que no está enamorado, y que debe a la estimación que inspiran sus virtudes los favores que desea, no se cela de aquéllos que viven familiarmente con su amigo; aborrecería más bien a los que huyesen de su trato, porque vería en este alejamiento una señal de desprecio, mientras que aplaudiría todas aquellas relaciones cuyas ventajas conociese. Parece natural que, dadas estas condiciones, la complacencia afiance la amistad, y que no pueda producir resentimientos. Por otro lado, la mayor parte de los amantes se enamoran de la belleza del cuerpo antes de conocer la disposición del alma y de haber experimentado el carácter, y así no puede asegurarse si su amistad debe sobrevivir a la satisfacción de sus deseos. Los que no se ven arrastrados por el amor y están ligados por la amistad, antes de obtener los mayores favores, no podrán ver en estas complacencias un motivo de enfriamiento, sino más bien un gaje de nuevos favores para lo sucesivo.
»¿Quieres hacerte más virtuoso cada día? Fíate de mí antes que de un amante. Porque un amante alabará todas tus palabras y todas tus acciones sin curarse de la verdad ni de la bondad de ellas, ya por temor de disgustarte, ya porque la pasión le ciega; porque tales son las ilusiones del amor. El amor desgraciado se aflige, porque no excita la compasión de nadie; pero cuando es dichoso, todo le parece encantador, hasta las cosas más indiferentes. El amor es mucho menos digno de envidia que de compasión. Por el contrario, si cedes a mis votos, no me verás buscar en tu intimidad un placer efímero, sino que vigilaré por tus intereses durables porque, libre de amor, yo seré dueño de mí mismo. No me entregaré por motivos frívolos a odios furiosos, y aun con los más graves motivos dudaré en concebir un ligero resentimiento. Seré indulgente con los daños involuntarios que se me causen, y me esforzaré en prevenir las ofensas intencionadas. Porque tales son los signos de una amistad que el tiempo no puede debilitar.
»Quizá crees tú que la amistad sin el amor es débil y flaca; y, si fuera así, seríamos indiferentes con nuestros hijos y con nuestros padres y no podríamos estar seguros de la felicidad de nuestros amigos, a quienes un dulce hábito, y no la pasión, nos liga con estrecha amistad. En fin, si es justo conceder sus favores a los que los desean con más ardor, sería preciso en todos los casos otorgárselos no a los más dignos, sino a los más indigentes, porque libertándolos de los males más crueles, se recibirá por recompensa el más vivo reconocimiento. Así pues, cuando quieras dar una comida, deberás convidar no a los amigos, sino a los mendigos y a los hambrientos, porque ellos te amarán, te acompañarán a todas partes, se agolparán a tu puerta experimentando la mayor alegría, vivirán agradecidos y harán votos por tu prosperidad. Pero tú debes, por el contrario, favorecer no a aquellos cuyos deseos son más violentos, sino a los que mejor te atestigüen su reconocimiento; no a los más enamorados, sino a los más dignos; no a los que sólo aspiran a explotar la flor de la juventud, sino a los que en tu vejez te hagan partícipe de todos sus bienes; no a los que se alabarán por todas partes de su triunfo, sino a los que el pudor obligue a una prudente reserva; no a los que se muestren muy solícitos pasajeramente, sino a aquellos cuya amistad, siempre igual, sólo concluirá con la muerte; no a los que, una vez satisfecha su pasión, buscarán un pretexto para aborrecerte, sino a los que, viendo desaparecer los placeres con la juventud, procuren granjearse tu estimación.
»Acuérdate, pues, de mis palabras, y considera que los amantes están expuestos a los consejos severos de sus amigos, que rechazan pasión tan funesta. Considera también que nadie es reprensible por no ser amante, ni se le acusa de imprudente por no serlo.
»Quizá me preguntarás si te aconsejo que concedas tus favores a todos los que no son tus amantes; y te responderé que tampoco un amante te aconsejará la misma complacencia para todos los que te aman. Porque favores prodigados de esta manera no tendrían el mismo derecho al reconocimiento, ni tampoco podrías ocultarlos aunque quisieras. Es preciso que nuestra mutua relación, lejos de dañarnos, nos sea a ambos útil.
»Creo haber dicho bastante; pero si aún te queda alguna duda, si es cosa que no he resuelto todas tus objeciones, habla; yo te responderé.»
¿Qué te parece? Sócrates; ¿no es admirable este discurso bajo todos los aspectos y sobre todo por la elección de las palabras?
Sócrates: Maravilloso discurso, amigo mío; me ha arrebatado y sorprendido. No has contribuido tú poco a que me haya causado tan buena impresión. Te miraba durante la lectura, y veía brillar en tu semblante la alegría. Y como creo que en estas materias tu juicio es más seguro que el mío, me he fiado de tu entusiasmo, y me he dejado arrastrar por él.
Fedro: ¡Vaya!, quieres reírte.
Sócrates: ¿Crees que me burlo y que no hablo seriamente?
Fedro: No, en verdad, Sócrates. Pero dime con franqueza, ¡por Júpiter, que preside a la amistad!, ¿piensas que haya entre todos los griegos un orador capaz de tratar el mismo asunto con más nobleza y extensión?
Sócrates: ¿Qué dices?, ¿quieres que me una a ti para alabar a un orador por haber dicho todo lo que puede decirse, o sólo por haberse expresado en un lenguaje claro, preciso y sabiamente aplicado? Si reclamas mi admiración por el fondo mismo del discurso, sólo por consideración a ti puedo concedértelo; porque la debilidad de mi espíritu no me ha dejado apercibir este mérito, y sólo me he fijado en el lenguaje. En este concepto no creo que Lisias mismo pueda estar satisfecho de su obra. Me parece, mi querido Fedro, a no juzgar tú de otra manera, que repite dos y tres veces las cosas, como un hombre poco afluente; pero quizá se ha fijado poco en esta falta, y ha querido hacernos ver que era capaz de expresar un mismo pensamiento de muchas maneras diferentes, y siempre con la misma fortuna.
Fedro: ¿Qué dices, Sócrates? Lo más admirable de su discurso consiste en decir precisamente todo lo que la materia permite; de manera que sobre lo mismo no es posible hablar ni con más afluencia, ni con mayor exactitud.
Sócrates: En ese punto yo no soy de tu dictamen. Los sabios de los tiempos antiguos, hombres y mujeres, que han hablado y escrito sobre esta materia, me convencerían de impostura si tuviera la debilidad de ceder sobre este punto.
Fedro: ¿Y cuáles son esos sabios?, ¿o has encontrado otra cosa más acabada?
Sócrates: En este momento no podría decírtelo; sin embargo alguno recuerdo, y quizá en la bella Safo, o en el sabio Anacreonte, o en algún otro prosista encontrara ejemplos. Y lo que me compromete a hacer esta conjetura es que se me desborda el corazón, y que me siento capaz de pronunciar sobre el mismo objeto un discurso que competiría con el de Lisias. Conozco bien que no puedo encontrar en mí mismo todo ese cúmulo de bellezas, porque no lo permite la medianía de mi ingenio; pero quizá los pensamientos que salgan de mi alma, como de un vaso lleno hasta el borde, procedan de orígenes extraños. Pero soy tan indolente que no sé ni cómo, ni de dónde me vienen.
Fedro: Verdaderamente, mi noble amigo, me agrada lo que dices. Te dispenso de que me digas quiénes son esos sabios, y dónde aprendiste sus lecciones. Pero cumple lo que me acabas de prometer; pronuncia un discurso tan largo como el de Lisias, que sostenga la comparación, sin tomar nada de él. Por mi parte me comprometo, como los nueve arcontes, a consagrar en el templo de Delfos mi estatua en oro de talla natural, y también la tuya (8).
Sócrates: Tú eres, mi querido Fedro, el que vales lo que pesas de oro, si tienes la buena fe de creer que en el discurso de Lisias nada hay que rehacer, y que yo pudiera tratar el mismo asunto sin contradecir en nada lo que él ha dicho. En verdad esto sería imposible hasta al más adocenado escritor. Por ejemplo, puesto que Lisias ha intentado probar que es preciso favorecer al amigo frío más bien que al amigo apasionado, si me impides alabar la sabiduría del uno y reprender el delirio del otro, si no puedo hablar de estos motivos esenciales, ¿qué es lo que me queda? Hay necesidad de consentir estos lugares comunes al orador, y de esta manera puede, mediante el arte de la forma, suplir la pobreza de invención. No es porque, cuando se trata de razones menos evidentes, y por lo tanto más difíciles de encontrar, no se una al mérito de la composición el de la invención.
Fedro: Hablas en razón. Puedes sentar por principio que el que no ama tiene sobre el que ama la ventaja de conservar su buen sentido, y esto te lo concedo. Pero si en otra parte puedes encontrar razones más numerosas y más fuertes que los motivos alegados por Lisias, quiero que tu estatua de oro macizo figure en Olimpia cerca de la ofrenda de Cipsesides (9).
Sócrates: Tomas la cosa por lo serio, Fedro, porque ataco al que amas. Sólo quería provocarte un poco. ¿Piensas, verdaderamente, que yo pretendo competir en elocuencia con escritor tan hábil?
Fedro: He aquí, mi querido Sócrates, que has incurrido en los mismos defectos que yo; pero tú hablarás, quieras o no quieras, en cuanto alcances. Procura que no se renueve una escena muy frecuente en las comedias, y me fuerces a devolverte tus burlas, repitiendo tus mismas palabras: «Sócrates, si no conociera a Sócrates, no me conocería a mí mismo; ardía en deseos de hablar, pero se hacia el desdeñoso, como si no le importara.» Ten entendido que no saldremos de aquí sin que hayas dado expansión a tu corazón, que según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el más joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a hacerte violencia, y habla por buenas.
Sócrates: Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne orador la improvisación de un ignorante.
Fedro: ¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a una sola palabra que te obligará a hablar.
Sócrates: Te suplico que no recurras.
Fedro: No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué Dios?, si quieres, por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré, ni te recitaré, ningún otro discurso de quien quiera que sea.
Sócrates: ¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!
Fedro: Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?
Sócrates: ¡Oh Dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación semejante?
Fedro: Habla, pues.
Sócrates: ¿Sabes lo que voy a hacer antes?
Fedro: Veámoslo.
Sócrates: Voy a cubrirme la cabeza para concluir lo más pronto posible, porque el mirar a tu semblante me llena de turbación y de confusión.
Fedro: Lo que importa es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.
Sócrates: Venid, musas ligias, nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos (10) o a la pasión de los ligienses (11) por vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad en este discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. Había un joven, o más bien, un mozalbete en la flor de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores. Uno de ellos, más astuto, pero no menos enamorado que los demás, había conseguido persuadirle que no le tenía amor. Y un día que solicitaba sus favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia primero que a la pasión de los demás. He aquí su discurso:
«En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos y, refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañoso.
»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero la intemperancia muda de nombre según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón, y a los demás deseos, se llama glotonería, y a los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase sólo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible y, sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor.»
Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?
Fedro: En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.
Sócrates: Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.
Fedro: Nada más cierto.
Sócrates: Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al Dios que me posee, y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarle y humillarle hasta verle debajo. El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos y aun otros más vergonzosos regocijarán al amante, si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso, prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre, lo causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral, no hay guía más malo ni compañero más funesto que un hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato. Todo esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado sólo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama privada de lo más precioso, más estimado y más sagrado que tiene. Le vería con gusto perder su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce comercio. Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina. En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar el momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un Dios ha mezclado con la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice que los que son de una misma edad se atraen naturalmente. En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor que de ello resulta predispone a la amistad y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquél, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, del que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, a que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas como reprensiones insoportables que le dirige cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento le llena de ultrajes que le cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la pasión se extinga se mostrará sin fe, y venderá a aquél que sedujo con sus promesas magníficas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien sólo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta. Cuando llega el momento de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha hecho otro hombre sin conocimiento de aquél de quien estaba enamorado. El joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre. Éste, lleno de confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca pasión. Sin embargo ha entrado en sí mismo, y es ya bastante capaz para no dejarse llevar de iguales extravíos y no volver de nuevo al antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquél que amaba en otro tiempo, y vuelta la concha (12), en vez de perseguir, es él el que huye. Al joven no le queda otro partido que sufrir, bajo el peso de sus remordimientos, por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.
»Obrar de esta manera es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud y, sobre todo, funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será, en todos tiempos, la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses. He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un apetito grosero que quiere saciarse:
Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.
El amante ama al amado.
He aquí todo lo que tenía que decirte, mi querido Fedro; no me oirás más, porque mi discurso está terminado.
Fedro: Creía que lo que has dicho era sólo la primera parte, y que hablarías en seguida del hombre no enamorado, para probar que se le debe favorecer con preferencia, y para presentar las ventajas que ofrece su amistad.
Sócrates: ¿No has notado, mi querido amigo, que, sin remontarme al tono del ditirambo, ya mi lenguaje ha sido poético, cuando sólo se trata de criticar? ¿Qué será si yo emprendo el hacer el panegírico del amigo sabio? ¿Quieres, después de haberme expuesto a la influencia de las ninfas, acabar de extraviar mi razón? Digo, pues, resumiendo, que en el trato del hombre sin amor se encuentran tantas ventajas, como inconvenientes en el del hombre apasionado. ¿Habrá necesidad de largos discursos? Bastante me he explicado sobre ambos aspirantes. Nuestro hermoso joven hará de mis consejos lo que quiera, y yo pasaré el Illiso, como quien dice, huyendo, antes que venga a tu magín hacer conmigo mayores violencias.
Fedro: No, Sócrates, aguarda a que el calor pase. ¿No ves que apenas es medio día, y que es la hora en que el sol parece detenerse en lo más alto del cielo? Permanezcamos aquí algunos instantes conversando sobre lo que venimos hablando, y cuando el tiempo refresque, nos marcharemos.
Sócrates: Tienes, querido amigo, una maravillosa pasión por los discursos, y en este punto no hallo palabras para alabarte; creo que de todos los hombres de tu generación, no hay uno que haya producido más discursos que tú, sea que los hayas pronunciado tú mismo, sea que hayas obligado a otros a componerlos, quisieran o no quisieran.
Sin embargo, exceptúo a Simias el Tebano; pero no hay otro que pueda compararse contigo. Y ahora mismo me temo que me vas a arrancar un nuevo discurso.
Fedro: No, ahora no eres tan rebelde como fuiste antes; veamos de qué se trata.
Sócrates: Según me estaba preparando para pasar el río, sentí esa señal divina que ordinariamente me da sus avisos y me detiene en el momento de adoptar una resolución (13), y he creído escuchar de este lado una voz que me prohibía partir antes de haber ofrecido a los dioses una expiación, como si hubiera cometido alguna impiedad. Es cierto que yo soy adivino, y en verdad no de los más hábiles, sino que a la manera de los que sólo ellos leen lo que escriben, yo sé lo bastante para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. Hay en el alma humana, mi querido amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.
Fedro: ¿Qué quieres decir?
Sócrates: Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste y por el que me has obligado a pronunciar.
Fedro: ¿Cómo así?
Sócrates: El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede darse un atentado más grave?
Fedro: No, sin duda, si dices verdad.
Sócrates: ¿Pero qué?, ¿no crees que el Amor es hijo de Venus, y que es un Dios?
Fedro: Así se dice.
Sócrates: Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si el amor es un Dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración. Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Estesícoro ha practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Homero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su desgracia, y publicó estos versos:
No, esta historia no es verdadera;
no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya,
jamás entrarás en Pérgamo.
no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya,
jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez hablaré con la cara descubierta, y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
Fedro: No puedes, mi querido Sócrates, anunciarme una cosa que más me satisfaga.
Sócrates: Debes conocer, como yo, toda la impudencia del discurso que he pronunciado y del que tú has leído; si los hubiera oído alguno, tenido por persona decente y bien nacida, que estuviese cautivo de amor o que hubiese sido amado en su juventud, al oírnos sostener que los amantes conciben odios violentos por motivos frívolos, que atormentan a los que aman con sus sospechosos celos, y no hacen más que perjudicarles, ¿no crees que nos hubieran calificado de gentes criadas entre marineros que jamás oyeron hablar del amor a personas cultas? ¡Tan distante estaría de reconocer la verdad de los cargos que hemos formulado contra el amor!
Fedro: ¡Por Júpiter! Sócrates, bien podría suceder.
Sócrates: Así, pues, por respeto a este hombre, y por temor a la venganza del Amor, quiero que un discurso más suave venga a templar la amargura del primero. Y aconsejo a Lisias que componga lo más pronto posible un segundo discurso, para probar que es preciso preferir el amante apasionado al amigo sin amor.
Fedro: Persuádete de que así sucederá; si tú pronuncias el elogio del amante apasionado, habrá necesidad de que Lisias se deje vencer por mí para que escriba sobre el mismo objeto.
Sócrates: Cuento con que le obligarás, a no ser que dejes de ser Fedro.
Fedro: Habla, pues, con confianza.
Sócrates: Pero ¿dónde está el joven a quien yo me dirigía? Es preciso que oiga también este nuevo discurso y que, escuchándome, aprenda a no apurarse a conceder sus favores al hombre sin amor.
Fedro: Este joven está cerca de ti, y estará siempre a tu lado por el tiempo que quieras.
Sócrates: Figúrate, mi querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de Pitocles, del barrio de Mirrinos, y que el que voy a pronunciar es de Estesícoro de Himero, hijo de Eufemos. He aquí cómo es preciso hablar. No, no hay nada de verdadero en el primer discurso; no, no hay que desdeñar a un amante apasionado ni abandonarse al hombre sin amor por la sola razón de estar el uno delirante y el otro en su sano juicio. Esto sería muy bueno si fuese evidente que el delirio es un mal; pero es todo lo contrario; al delirio inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes bienes. Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a sangre fría, poco o nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquéllos que, habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los hombres sabios pensamientos, anunciándoles el porvenir, porque sería extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora. Por otra parte, puedo invocar el testimonio de los antiguos que han creado el lenguaje; no han mirado el delirio (μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no hubieran aplicado este nombre a la más noble de todas las artes, la que nos da a conocer el porvenir, y no la hubieran llamado (μανιχή, maniké), y si le dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico cuando nos viene de los dioses. La actual generación, introduciendo indebidamente una t en esta palabra, ha creado la de μαντιχή, (mantiké). Por el contrario, la indagación del porvenir hecha por hombres sin inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y otros sinos, se la llamó οίονοίστίχή, (oionoistiké), porque estos adivinos buscaban, con el auxilio del razonamiento, dar al pensamiento humano la inteligencia y el conocimiento; y los modernos, mudando la antigua ό en su enfática ω han llamado este arte οίώνοίστίχή, (oionoistiké). Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de perfección y de dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre como respecto de la cosa, lo tiene el delirio, que viene de los dioses, y es más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaba a buscar un remedio a estos males y un refugio contra la cólera divina, con súplicas y ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos, que preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía sin estar agitado por este delirio, que viene de las musas, o que crea que el arte sólo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien ni para el amante, ni para el amado. Nosotros probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor felicidad. Nuestras pruebas excitarán el desdén de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos.
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus facultades y propiedades.
NOTAS
(1) Lisias nació en Atenas en 459 y murió en 379 antes de Jesucristo; perteneció al partido democrático y fue desterrado a Megara durante la oligarquía. Ésta condenó a muerte a su hermano Polemarco y a su cuñado Dionisodoro.
(2) Casa llamada así de uno llamado Moriquia.
(3) Sócrates tenía poca simpatía por la democracia ateniense, y así se burla de los oradores populares.
(4) Este Heródico era médico.
(5) Sócrates andaba habitualmente descalzo, y sólo se ponía sandalias en convites o actos semejantes. (Véase el Banquete.)
(6) Es sabido que hay dos sistemas de exégesis religiosa: 1º, el sistema de los racionalistas que acepta los hechos de la historia religiosa, reduciéndolos a las proporciones de la historia humana y natural (hipótesis objetiva); 2º, el sistema de los mitológicos, que niega a estas historias toda realidad histórica, y no ve en estas leyendas sino mitos, producto espontáneo del espíritu humano y de las alegorías morales y metafísicas (hipótesis sujetiva). Este capítulo de Platón nos prueba la existencia de la exégesis racionalista 400 años antes de JC.
(7) Sócrates profesaba el mayor respeto a las leyes religiosas de su país, pero cuando la religión estaba en pugna con la moral, sacrificaba la religión. (Véase Eutifrón.) Sócrates era reformador en moral y conservador en religión, cosa insostenible. A una nueva moral correspondía una nueva religión, y esto hizo el cristianismo, que Sócrates preparó sin presentirlo.
(8) Cada uno de los arcontes juraba, al posesionarse del cargo, consagrar a Delfos su propia estatua, si se dejaba corromper.
(9) Estatua de Júpiter que los descendientes de Cipselos consagraron a Olimpo, conforme al voto que habían hecho, si recobraban el poder soberano en Corinto.
(10) Λίγεια, quiere decir armoniosa.
(11) Los ligurienses, pueblo de la alta Italia.
(12) Alusión a un juego en el que, para saber quién era el perseguidor y quién el perseguido, se arrojaba al aire una concha blanca por un lado y negra por otro.
(13) Ninguno de los autores antiguos explica lo que era el demonio de Sócrates, y esto hace creer que este demonio no era otra cosa que la voz de su conciencia, o una de esas divinidades intermedias con que la escuela alejandrina pobló después el mundo. Con esto coincide el dicho de Séneca: en el corazón de un hombre de bien, yo no sé qué Dios, pero habita un Dios.